Al Barrio San José
— ¡Que no beban el agua con el cucharón! —
Nos gritaba la Tía Ana, siempre que regresábamos
acalorados de jugar la marisola, con los demás chicos del vecindario, e íbamos
por un poco de agua a la tinaja.
— ¡Caramba! — No sean cochinos, por eso es que la gripe no se acaba en esta casa
—Esa porquería se va acabar, porque voy a mandar a
hacer un cucharón especial— dijo, dirigiéndose a la rinconera de madera en
donde estaba ubicada la tinaja, tomando el utensilio y llevándolo a guardar a
su cuarto.
A los pocos días se apareció con el cucharón más
extraño que hayamos visto en la vida. Estaba hecho de hojalata y tenía unos
afiliados picos en los bordes que, cuando la Tía quiso demostrar lo peligroso que
podría resultar beber con él, se pinchó los dedos.
Aunque nos encontrábamos bajo los calores extenuantes
del mes de abril, ya no disfrutábamos ir a la tinaja a beber agua, porque era
muy aburrido sacarla con ese monstruoso aparato y echarla en los vasos. Casi
siempre nos mojabamos la ropa.
Ese domingo de resurrección, cuando nos despertaron a
las cinco de la mañana para ir a misa, Hilda, la hermana mayor, fue a la tinaja
a sacar agua para cepillarse los dientes. En medio del claroscuro de la
alborada, cuando sacó el cucharon de la tinaja, notó que algo se desenvolvió de
su interior. Con cuidado, volvió a colocarlo en su puesto, tomó la lumbrera de
la repisa y la acercó a la tinaja. La luz le permitió ver cómo un prodigioso
animal se deslizaba por la manija del aparato, señalándola con su bífida lengua.
Fue un susto espantoso. Sus gritos aterradores
despertaron a todo el barrio. Corría por toda la casa gritando:
¡Una culebra! — ¡Una culebra!
Cuando al fin, la pudimos sujetar, nos contó que había
una serpiente en la tinaja, enroscada en el cucharón. Teresa, mi madre, me
envió a toda prisa donde el culebrero del barrio para que viniera a hacerse
cargo de la situación.
Hermenegildo Mantilla, se encontraba afilando las
navajas de su peluquería— que era otro de los múltiples oficios que practicaba,
el polifacético señor—cuando me asomé por una inmensa ventana de hierro que tenía
en frente de la sala, en el sitio en donde tenía la barbería. El susto de la
serpiente se me disipó por completo, cuando vi la silla de tortura en donde me
motilaba y la repisa llena de esas máquinas tenebrosas con que me roía el cuero
cabelludo, hasta solo dejarme una aislada montañita de pelo en la frente. Se me
crisparon los nervios y un sudor frío recorrió todo mi cuerpo de solo
retratarme con ese ridículo corte de pelo que me hacía. Me imaginaba peleando a
puño limpio con todos los chicos del barrio, como lo solía hacer, cuando se
burlaban de mí, y me señalaban por el nefasto corte de pelo.
Como pude me sobrepuse a las circunstancias y le
expliqué la situación, a toda prisa. Me respondió que no podía ir
inmediatamente, pero que me llevara unas de sus abarcas y el bastón con que
solía andar, para espantar a los perros del barrio que lo perseguían, porque no
soportaban los olores de los menjunjes y linimentos que cargaba para curar a
sus pacientes. —“Que arrojáramos los objetos que me había dado cerca de donde
se avistó la culebra para que no se fuera a escapar, mientras él se desocupaba”
— Me dijo y, sin prestarme atención, continúo afilando las navajas sobre una
tira de cuero que pendía de la silla de motilar.
La espera fue terrible. La tía Ana lloraba
desconsolada porque se había perdido la primera misa de domingo de resurrección
que era la más importante. La ceremonia la había convertido un recién llegado
cura español—que más tarde llegó a ser uno de los jefes guerrilleros más
importantes del país—, en todo un espectáculo cinematográfico: A una señal del
cura, de un sitio especial, a un lado del altar mayor, salía repetidamente el
paso de Jesús resucitado, a toda prisa hacia el atrio y, luego, avanzaba por la
calle principal de la ciudad, en donde se iba encontrando con todos los
apóstoles, María Magdalena, San Pedro; y por último, la Madre de Jesús. Esta
escena era la más dramática, porque el paso de la virgen debía hacer
genuflexiones y otras representaciones histriónicas que le daban una
espectacularidad única a la resurrección. Las maniobras eran demasiados
complejas, por ello, los cargadores de la virgen debían estar muy bien
entrenados y sobrios. Ya había acontecido un percance no mucho tiempo atrás,
cuando uno de los cargadores, en estado de alicoramiento, casi despedaza la
imagen de la Santísimo Virgen.
Todos estábamos aglomerados a la puerta de la casa,
junto con muchos vecinos que habían llegado de curiosos, cuando llegó el señor Merejo,
como se le conocía, cariñosamente, con ese misticismo propio de la estirpe de
curanderos de culebra. Saludó a los vecinos presentes con un ligero ademan,
subiendo su mano derecha y, sin mirar a nadie, entró rápidamente a la casa.
No demoró mucho tiempo, al cabo de unos veinte
minutos, salió con el animal muerto, colgando del bastón. Era una serpiente
como de unos ochenta centímetros de largo, de poco grosor, de un color amarillo
verdoso y brillante. La arrojó al piso boca arriba y comenzó a explicar las
características del animal. Señaló que era una especie muy venenosa, que podría
matar un toro al instante. Que se trataba de una hembra, por eso, era de poco
tamaño, que los machos podrían alcanzar el doble de la medida.
Quitándose el sombrero, como en señal de respeto a lo
que iba a expresar, manifestó que esa clase de serpientes, andaban en manadas y
que, generalmente, a una hembra como ésta—expresó con el rostro compungido y
señalando con el báculo un punto como un pequeño ombligo que tenía el animal—,
la persiguen hasta diez machos.
—Aquí, como
pueden notar, está la cloaca y se encuentra inflamada, porque el animal esta en
celos—. Anotó, y endureciendo más la expresión de su rostro, afirmó: —Es
posible que aparezcan unos diez machos más, en busca de esta culebra.
El silencio fue absoluto. Todos quedamos impávidos
mirándonos unos a otros, hasta cuando un chillido ensordecedor nos sobresaltó a
todos. Mi hermana Teresita padecía un raro síndrome nervioso que le provocaba
mutaciones extrañas en su cuerpo cuando entraba en situaciones de estrés
extremo. El pánico, la convertía en cualquier bicho. Podía dar saltos inmensos
como de rana o podía trepar por las paredes, como una araña. En la medida que
el culebrero daba sus explicaciones, sus nervios se fueron crispando e,
inconscientemente, se subió a un palo de mango que estaba al frente de la casa y
había quedado colgando de una rama. Bajarla de donde guindaba, nos terminó por
completo de arruinar las festividades del domingo de ramos.
Fue cuando la tía Ana removió unas astillas de leña
para avivar la hornilla y hacer el café de las tres de la tarde, cuando
apareció el primer macho. Era una culebra inmensa que se suspendió como una
cobra, cuando la Tía se le acercó. Tenía una lengua bífida y negra brillante,
como una piedra de ónix. Casi la mata
del susto, hubo que tratarla con inhalaciones de alcanfor y ron compuesto para
que volviera en sí. La impresión que le produjo el animal fue demasiado fuerte.
A partir ese día, cuando vio la muerte tan cerca, la Tía ya no fue la misma. Siempre
se le veía hablando sola, compungida y más apegada a las oraciones diarias que
hacía en el altarcito de su cuarto.
—“Soy un alma
en pena”—, “una muerta viviente”—repetía constantemente mortificada por los
recuerdos traumáticos.
Las serpientes fueron apareciendo de forma sistemática y a intervalos de tiempo regulares. Parecía una verdadera obra del demonio. Surgían de los diversos puntos cardinales y estaban en los lugares más inesperados de la casa. Cuando Teresa fue a rectificar las medidas de un pantalón que estaba confeccionando, casi confunde el metro de sastrería con una culebra que se había subido a la mesa de trabajo. Los colores y la forma eran muy parecidos.
—¡Ana Feliciaaa!
—Gritó con todas sus fuerzas
—Tráeme un palo que me mata la culebra.
Aturdidos, con el grito, no sabíamos para dónde coger
y, como pudimos, cada cual buscó un mueble donde subirse. La Tía daba vueltas
por todos lados con la escoba con que barría en sus manos, hasta cuando se
percató que el utensilio podría resultar de gran ayuda. Como pudo, se la pasó a
Teresa, quien muy a pesar del susto, demostró que era una mujer ruda. Con
varios escobazos, hizo que el animal huyera rápidamente y se deslizara por un
rincón de la casa.
Este suceso cambió todas las cosas y nos trastornó
mucho, porque ya eran aproximadamente las cinco de la tarde, pronto iba a ser de
noche y la poca eficiencia de las lámparas de gasóleo, no nos permitirían
distinguir con claridad esos peligrosos animales.
Teresa se veía muy pensativa. Por primera vez en su
vida no sabía cómo responder a una situación tan compleja como esta. Después de
cavilar por un rato, no encontró más solución que mandar buscar, nuevamente, al
culebrero. Resignada, por lo que significaba, tener que coserle los pantalones
por el resto del año, a cambio de los servicios que le prestaría, me mandó traerlo,
inmediatamente.
La Tía, odiaba que le confeccionaran los pantalones, porque
eran hechos a la vieja usanza: no llevaban cremallera sino una hilera de
botones apretujados unos con otros, la pretina tenía una doble hilera de
botones y todos los bolsillos poseían uno, incluida la relojera; la tela no era
el dril común, sino lona, de esa corriente, con que se hacen las carpas de los
circos. La tía se sangraba los dedos hilvanando las costuras y haciendo los ojales
de tantos botones.
—La próxima vez, yo motilo a esos pelaos—decía
mientras hilvanaba con rabia los ojales
—Y el que se zafe un hueso, mejor se lleva al
hospital, pero estos pantalones no los hacemos más—le reclamaba a Teresa.
La única revancha de la tía contra el polifacético
culebrero, era cuando la tía Ítala nos visitaba de Barranquilla y el señor
Hermenegildo llegaba por la casa. Ella, con su gran desparpajo, lo reparaba de
pies a cabeza y le decía: — ¡Hombre, amigo!, cuando tú termines de
desabotonarte ese ridículo pantalón, a ti y a tu mujer ya se le han pasado las ganas.
Ana Felicia se desternillaba de la risa y el culebrero, que nunca ocultó su enamoramiento por Ítala, siempre se iba enojado, prometiendo no volver jamás a la casa.
El señor Merejo llegó con su acostumbrada parsimonia,
misterio y solemnidad. Buscó por los sitios, donde su pericia le decía que podría
hallar las culebras y, efectivamente, encontró tres inmensos especímenes y los
llevó fuera de la casa donde estábamos todos amontonados y comidos por el miedo.
Nos explicó que se trataban de machos que andaban buscando a la hembra que
había aparecido en la mañana. Que eran serpientes extremadamente territoriales y
que no fuéramos a hacer tonterías tratando de matarlas sin saber cómo hacerlo,
porque podríamos resultar mordidos. Para rematar, nos dijo que era muy posible
que ya estuvieran en la casa o, muy cerca, varios machos parecidos a estos,
esperando que pasara el calor del día para activarse.
Un nuevo grito proveniente del interior de la casa nos
aspavientó y nos hizo correr para ver lo que sucedía. Nuevamente, vimos a mi
hermana Teresita que, por su raro padecimiento, esta vez, cuando aparecieron
las primeras serpientes machos, se había trepado a una de las vigas
horizontales que sostenía el techo de la casa.
El señor Mantilla, llegó el primero y trató de calmarla, pero enseguida, se percató con sus expertos ojos, que muy cerca del sitio donde colgaba ella, había otra culebra enroscada en uno de las vigas de madera de la estructura del techo. Al ver que Teresita no dejaba de gritar, el culebrero le indicó, con ademanes y gestos que había una serpiente cerca. Las señas del señor Mantilla, bastaron para que mi hermana se dejara caer de semejante altura. Por suerte, cayó sobre el techo del toldo de la alcoba principal que tenía una especie de dosel hecho de cartón, donde se colocan las vasijas para recoger el agua de las goteras que se filtraban con la lluvia, por el deteriorado techo de zinc.
El barrio donde vivíamos era muy solitario, con pocos
habitantes y prácticamente, sin luz eléctrica. El silencio de la noche era
imperturbable, casi nunca se escuchaban ruidos distintos a los de la
naturaleza; excepción, de algunas veces, en la prima noche, cuando se oían los
cantos de algunos niños que juagaban a la marisola. Solo en las navidades y los
31 de diciembre las personas encendían fogatas y se sentaban a la puerta de las
casas. Pero últimamente, las cosas habían empeorado, porque una banda de
ladrones y maleantes, llamada “Los Cucurucús”, tenían asolado al barrio,
impidiendo que después de las seis de la tarde las gentes salieran o se
sentaran a la puerta.
Esa noche, había sido la más tenebrosa que hayamos
vivido. La hacienda ganadera que colindaba con el vecindario la habían
comenzado a urbanizar y una ola de serpientes y bichos raros habían invadido
todas las casas. Solo escuchábamos los gritos y las voces provenientes de las
casas vecinas.
La tía Ana, sabía exactamente, de donde provenían los
gritos y, de quiénes eran.
—¡Oye!
—Nos decía, eso es donde las Quiñonez. —Esa es Elisa—
—¡Oye!
—Eso es donde Fulana.
Así, iba descifrando el origen de todas las voces y
sus autores.
Para aliviar los nervios y la tensión, nosotros
también nos habíamos sumado a la tarea y tratábamos de adivinar los orígenes de
los gritos y sus autores, pero no acertábamos nada. La Tía siempre nos
corregía.
Los tractores que removían el monte de la hacienda
vecina, habían alborotado a los grillos y las cigarras. Sus sincopados
conciertos alternaban con los gritos esporádicos que emitían los vecinos cuando
se topaban con una culebra. Las ranas del estanco de los patos, también habían entrado
al festival con su anti compasado do de pecho. Nosotros éramos expertos en esas
voces. El Hermano mayor, que era aprendiz de música nos las había enseñado.
Estábamos acurrucado sobre el mesón de sastrería con
la Tía Ana. La calma era tensa. Ahora, la mayor tarea era cuidar que Teresita
no fuera a entrar en otro ataque de pánico. A esa hora de la noche y con esa
oscuridad, sería lo peor que nos pasara. Teresa vigilaba subida en un taburete
con un viejo arpón de caña flecha, que había dejado en la casa el señor
Donaldo, un viejo pescador amigo de la familia, que había vivido con nosotros,
por el tiempo en que había estado separado de su mujer.
Habíamos visto la sombra de varias serpientes
deslizarse por el suelo, pero siguiendo las indicaciones del culebrero, nos
habíamos quedado quietos y en silencio. Las lámparas de gasóleo estaban sobre
el piso para engañar a los peligrosos bichos. Las patas de la mesa, las camas y
los asientos habían sido ungidas con creolina para impedir que las culebras se
subieran. El olor de esos químicos era sofocante, porque la Tía le había
agregado unas bolitas de naftalina. Era fanática a ese espantoso olor, toda su
ropa olía a esas bolitas.
La única que se había ido a la cama era la extraña
señora que desde hacía un tiempo vivía con nosotros. No sentía temor de nada.
Nosotros pensábamos que era igual de valiente que los personajes de esas historias
épicas que nos contaba todas las tardes, antes de irnos a la cama. Dormía en la
alcoba principal, Teresa le había cedido su cama. Se acostaba totalmente en
pelotas. Desde que me habían pasado para ese cuarto, por las pesadillas
recurrentes que me asaltaban, todas las noches, desde la vieja cuna de madera
donde dormía, contemplaba los rituales que hacía antes de meterse en el toldo:
se desnudaba completamente, estiraba los brazos, una pierna; luego, la otra,
movía la cabeza a ambos lados. Repetía el ejercicio varias veces; y entonces,
se sentaba en el borde de la cama, donde peinaba su hermosa cabellera. Después,
tendía y desparramaba su inmenso cuerpo sobre el colchón, donde se tornaba de
un color cobrizo por la contraluz de la vela del altar que penetraba por el
blanco mosquitero.
Esa noche, acurrucado en la mesa de sastrería, con la
cabeza recostada sobre las piernas de la Tía, imaginaba cómo se vería su cuerpo
sin estar cubierto por el velo del toldo que había arruinado mi hermana Teresita.
Dormíamos por ratos y con sobresaltos, la Tía había relevado a Teresa en la vigilancia. Ahora Ana Felicia se encontraba montada en el taburete con el arpón en la mano presta a cualquier movimiento extraño. Teresita había tenido varios ataques de pánico, muy a pesar del brebaje de hierbas aromáticas que nos habían dado, antes de dormirnos.
Con el primer rayo de luz de la alborada, un grito ensordecedor
proveniente del cuarto principal nos sobresaltó. Teresa sin pensar en las
serpientes, se tiró de la mesa en donde estábamos y se dirigió al cuarto rápidamente.
Todos nos despertamos y corrimos para el cuarto. La
Señora estaba desnuda e inmóvil con una expresión de pánico en su rostro. Al
lado, se encontraban tres inmensas serpientes, bocarriba y haciendo unos
movimientos rítmicos, como si estuviesen embriagadas por alguna sustancia o por
algún tipo de música. El desconcierto fue tremendo. Nadie sabía qué hacer. La
Señora, con el cuerpo completamente rígido, nos hacía señas, con los ojos, con
la boca, con la nariz, para que quitáramos las serpientes, pero nadie se
atrevía a mover o hablar siquiera. Mi mamá, experta en dar órdenes con los
ojos, me indicó que fuera a buscar al señor Hermenegildo Mantilla.
Cuando llegó el culebrero, la Tía se le interpuso en
el camino, y le gritó
— ¡Carajo! —
— ¡Cómo va a entrar un hombre a la alcoba de una mujer
que está completamente desnuda!
Teresa empujó a la Tía a un lado, tomó al culebrero
por la mano y lo introdujo al cuarto.
El diestro Señor, nos pidió que nos retiráramos del
lugar porque la operación que iba a hacer era bastante peligrosa. Hizo un lazo
con una pita de fique y la colocó en la punta del bastón.
Al poco rato, fue saliendo con las culebras enlazadas
por la cabeza, una por una.
Cuando terminó con las serpientes, reunió a Teresa y
la Tía. Hablaron y discutieron por largo rato, los ademanes que hacían las
mujeres eran de desconcierto absoluto. Oíamos decir a la Tía que era efectos de
naftalina.
—Tú y tu
naftalina—Es lo único que se te ocurre—Le decía Teresa.
Nosotros estábamos igual de desconcertados. La Señora,
era para nosotros una especie de hada madrina. No solo nos divertía todas las
noches con sus fabulosos cuentos, sino que, tampoco permitía que nos castigaran
severamente, cuando hacíamos alguna travesura. No sabíamos, tampoco, de dónde
era y cómo había llegado a la casa, y por qué Teresa y la Tía, la respetaban
tanto, si eran mucho menor que ella. Todo acerca de esta Señora era un
misterio.
Teresita, se nos acercó a Hilda y a mí, sigilosamente,
y nos hizo señas para que nos alejáramos un poco, donde no escucharan lo que
nos iba a decir y, con voz suave y nerviosa, nos dijo al oído
—¡Es una bruja!
Hilda la sujetó fuertemente, y le dijo—¿Tu estas
locas?
—No sé—Dijo, soslayándose de la mano de mi hermana
mayor — Pero solo a las brujas no las muerden las serpientes—Nos sacó la lengua
y se alejó, corriendo a toda prisa.
Apenas hubo terminado la reunión, llamaron a la Señora
y la sometieron a toda clase de preguntas. Parecía un juicio de la Santa
Inquisición, Teresa y la Tía, alternaban los cuestionamientos y el culebrero,
las observaba, girando por los bordes el sombrero de paja que tenía en las
manos, con los dedos índices y pulgar de su mano derecha, como si rezara un
rosario. De pronto, se dirigió a la
Señora, la apartó del grupo, le miró los parpados, le examinó la lengua, le
tomó el pulso y le hizo varias preguntas.
Después, se apartó con Teresa y la Tía y les informó
su diagnóstico. La Señora tenía dos meses de embarazo.
La sorpresa de Teresa fue
grande, pero la de Tía fue mayor. A la Señora nunca se le conoció hombre y no
salía de casa. Con una mano en la garganta tratando de ayudarse para expulsar
las palabras que se le habían atragantado, haciendo un gran esfuerzo, la Tía, por
fin pudo exclamar:
— ¡Carajo!, ¿del Espíritu
Santo?
La Señora, bajó la cara de
la vergüenza y, respondió:
—No, niña Ana, del cachaco
que vende los cacharros.
Nosotros ya sabíamos que las serpientes no le hacían daño
a las mujeres preñadas o recién paridas, porque el Tío Silvio, el que vive en
Machetón, famoso curandero de culebra de su tierra, nos los había confesado;
pero comprendimos mejor lo que había sucedido, cuando unos meses después, una
tarde lluviosa, un apuesto señor del Interior del País, apareció en un lujoso
vehículo y se la llevó para siempre.
—