Sacudió
la cabellera fuertemente, su pelo bermejo y rizado blandió por los aires y
aterrizó casi en mis narices. El destello de luz de sus centellantes labios de
color rojo carmesí me encandilaron por completo. Pulsó una tecla de su
teléfono celular y contestó una llamada. El marido, sin prestar la más mínima atención
a su mujer, continuó con la mirada fija en las bolitas que hacía con las
servilletas desechables que estaban puestas sobre la mesa. Era una persona
joven, de aspecto cansino, que lucía más adulta de lo normal. Su apariencia no
concordaba con su con su actitud, porque vivía una prisa interior que,
compulsivamente, lo precipitaba a llamar el mesero antes de terminar la cena. En
las tantas veces que coincidimos en el restaurante, nunca le vi charlando con
su esposa. Ella se las arreglaba para divertirse y hacer la comida amena. A menudo,
jugaba con su tez blanca en el vestir y la aderezaba con colores fuertes en las
blusas, que acompañaba con yines ajustados a su cuerpo. Siempre seguía el ritmo
de una música imperceptible que solo ella escuchaba en su interior y que
acompañaba con movimientos del tronco, de la cabeza; y por instantes, con
bamboleos rítmicos de los dos dedos pulgares. Esa tarde, el marido se veía más
retraído que nunca; ella, en cambio, seguía despampanante, como si fuera la
reina de la noche. Constantemente, cambiaba el oído con el que escuchaba el celular
y como un matador andaluz cuando remata un buen pase de pecho, hacia un gesto
con la cabeza, haciendo volar su cabellera como un capote, para luego, rematar
con una impresiónate revolera que esparcía su perfume por todos los rincones
del lugar. Estaba embelesado por completo. Sólo me percaté que había venido con
la esposa a cenar, cuando me dio un tirón, me atrajo hacia ella, y me dijo
— ¡Vámonos!
—
Como
pude, soslayé la mano derecha del apretón con que me llevaba y tiré unos
billetes en la meza para pagar el consumo. Todavía circunda en mis narices el
olor de ese perfume extraño que, al combinarse con sus efluvios humorales,
producía un alquitrán que se te pegaba en todas las partes de tu cuerpo. Era
inútil bañarte, echarte otro perfume o friccionarte con alcohol, cerveza o con
la gasolina de la motocicleta: ese olor siempre iba a estar allí, y no se te
desprendería hasta la muerte.
No sé
por qué Daniela prefería ir a ese restaurante. De verdad, no comprendo a las
mujeres. Ella sabía que esa mujer iba a estar allí, pero no admitía que
fuéramos a otro lugar. El suceso de esa noche la había trastornado toda. Estaba
consciente que ese sitio podía hacerle daño a nuestra relación, arruinar lo que
habíamos construido en contra de muchas personas; por eso, trataba de llevarle
falsas novedades de nuevos restaurantes y pizzerías para que cambiáramos de
lugar para cenar. Ella me miraba, me reparaba de la cabeza a los pies y me
decía:
— ¡No
señor, allá es donde tenemos que ir! — ¿O es que no quieres que vayamos?
Las cenas
de los fines de semana se tornaron en una pesadilla. Aunque me moría por ver a
esa mujer, trataba en lo posible de no mencionar nada acerca de la salida los
fines de semana. Esa conversación se convirtió en tabú para mí. La esposa se
ponía de mal humor desde los jueves por la tarde; yo enmudecía y hablaba con
monosílabos, respondiendo a sus preguntas y alejándome rápidamente de su vista para
que no fuera a penetrar con su mirada, en los deseos ocultos e irrefrenables
que sentía por ir al restaurante.
Los viernes por la tarde Daniela se vestía con más cuidado que de costumbre. Era una mujer muy hermosa, la soberbia de su juventud le brotaba como un almizcle por todas partes de su cuerpo. Siempre tomaba la iniciativa para al salir de casa; y sin decirnos nada, conducía directamente para el restaurante
Daniela
se volvió demasiado irritable y por cualquier cosa nos peleábamos. Deseaba de
todo corazón que esa mujer se fuera de mi mente, pero era incompetente para
expulsarla de mis pensamientos. El matrimonio se desmoronaba lentamente y, en
mi interior, algo me decía que tenía que poner todo de mi parte para salvarlo, pero
fuerzas extrañas y ocultas en lo más íntimo de mí ser, me impulsaban hacia lo
malo, lo perverso. Trataba de no indagar quién era, ni dónde vivía, pero el
azar muchas veces nos impulsa hacia el abismo. Creo que, ese fenómeno es lo que
los religiosos llaman tentación. Inconscientemente, dejaba mi labor cotidiana y
salía a dar vueltas como un loco por la ciudad, con la esperanza de verla en
cualquier parte, en cualquier esquina. Los viernes o los sábados, no me eran ya
suficientes para verla en el restaurante donde iba a cenar con el marido.
Una
tarde, salí a dar vueltas por una de las avenidas principales de la ciudad y
tuve la urgencia de ponerle combustible a la motocicleta. Paré en una estación
de servicios y al mirar hacia un local comercial que estaba todo cubierto de
cristales, la vi. Por unos instantes pensé que era una confusión que había
tenido y que esa mujer se había convertido en una obsesión perversa en mi vida.
Bajé la cabeza y volteé con cuidado soslayando la vista a un lado, con extrema
precaución, como el jugador de póker cuando revisa las cartas. Lo primero que
vi fue su pelo rojizo desordenado y el movimiento pendular de su cabeza cuando
hablaba por celular. No terminé de llenar el tanque de combustible, le dejé las
vueltas al empleado de la estación y salí como un bólido de lugar.
Se
habían alejado del restaurante unos días, y me había propuesto no pasar por el
sitio donde trabajaba. Había descubierto, por casualidad, que se llamaba
Noelia, era el título de una vieja canción que solía escuchar muy a menudo en
casa. Guardé con mucha discreción el álbum donde estaba el disco para no
escucharlo más. Temía por despertar celos en Daniela.
Los recuerdos
que inspiraba esa mujer eran contraevidentes, no se basaban en experiencias
vividas sino en unas sensaciones extrañas que llegaban a mi mente a través del
olfato y la vista: todo me olía a esa mujer y en todas las cosas que veía,
estaba su imagen. Cuando me golpeaban
esas sensaciones, todo mi cuerpo se inundaba de testosterona y crujían mis
dientes como en un mal sueño, como si tuviera un ataque de epilepsia.
Definitivamente,
habían dejado de ir al restaurante. La ausencia de la pareja hizo que las cosas
en casa volvieran a la normalidad. La mujer había dejado el mal humor y yo me
sentía más sosegado. Por fin la esposa había aceptado que la llevara a comer
pizza, ya no tendríamos que soportar la comida monotemática de ese
establecimiento.
La ciudad
donde habitábamos era pequeña, pero muy divertida. Todos nos conocíamos y nos
tratábamos sin distingos de clases o razas. Quizá era por esa familiaridad
existente que, circulaba el rumor por todas partes, que la infidelidad se había
vuelto endémica. Las mujeres más que los
hombres daban crédito a esos rumores y por ello vivían crispadas siempre. Para
las fiestas del carnaval las esposas se volvían histéricas y ejercían un
estricto control sobre la conducta y movimientos de sus maridos.
En los
comienzos del carnaval me escapé con algunos amigos. Nos habíamos agrupado
varios a tomarnos unas cervezas en una taberna; y de allí donde estábamos,
decidimos ir a buscar a las esposas e irnos para una discoteca. Cuando llegamos
a la pista de baile, allí estaba ella. Era la atracción del espectáculo: montada
en unos zapatos plataformas que la hacían ver más alta de lo normal, con sus
yines apretados, camisa roja carmesí sostenida por uno o dos botones y semiabierta
hasta el ombligo, bailando sola en la pista música trans, sin parar.
Fue la
noche de mi mal. Siempre supe disimular lo mejor que pude frente a mi esposa de
que esa mujer no me interesaba, más allá de la inquietud que provocaba en
cualquier hombre, pero el licor, el ambiente y su desparpajo me enajenaron por
completo. Distraídamente me solté de la mano de mi mujer y me quedé
boquiabierto contemplándola bailar y blandir el cabello hacia todos los lados.
Cuando reaccioné del embrujo, salí como loco a buscar a Daniela en la mesa donde nos habíamos ubicado con el resto de los amigos, pero ya no estaba allí.
La esposa quedó muy ofendida con el suceso de la discoteca. Hoy, creo que, aunque en poco tiempo las cosas volvieron a la normalidad, en realidad, ella nunca me perdonó, sino que trató de sobrellevar las cosas por el niño pequeño temíamos. Ella fue incapaz de olvidar el suceso y, muy a menudo, me hacía fuertes reclamos, como si las cosas hubiesen sucedido ayer por la noche. Trataba de ir a los sitios que frecuentábamos cuando estábamos de novios y llevarle muchas de las golosinas que le encantaban, pero el recuerdo del desplante en la discoteca era superior a cualquier detalle que le hiciese. Un día, le compré un ramo de rosas y cuando se las llevé, me miró con sus ojos indios, los abrió como queriéndome tragar y me gritó — ¡hipócrita!—, y se fue corriendo a susurrar en el cuarto.
Ya no
íbamos al restaurante a cenar. Eso me había aliviado de la tensión que me
provocaba el solo hecho de pensar en volverla a encontrar allí y tener que
mirarla de nuevo sin que mis ojos y todo mi ser divulgaran lo que estaba
agazapado en lo más profundo de mi corazón. La mujer continuaba con sus
diatribas y el desdén, más sus reproches, me habían conducido a una soledad inexplicable.
Vivía ensimismado, fuera de la realidad cotidiana y eso me permitía pensar en
ella a cada instante de mi vida. Todas las rendijas de mi alma estaban
impregnadas de sus humores.
No sé,
pero, creo que, a esa mujer le pasaba algo igual. A mí, porque era el tipo de
mujer que me había inquietado desde la edad temprana. Recuerdo que me iba de mi
barrio y caminaba grandes distancias hasta donde vivía la gente adinerada de la
ciudad, a ver las chicas lindas pasearse en sus bicicletas pintorescas. A ella,
quizá, por esa curiosidad perversa que experimentan las mujeres cuando un hombre
se interesa en ellas con miradas y gestos inequívocos de enamoramiento, pero
nunca le dice nada.
Me percaté
de todo esto, una tarde mientras departía con unos amigos en una heladería y
ella había pasado varias veces por el sitio donde estábamos. Los dos
disimulamos no vernos, pero nuestros ojos se encontraron como cuando nos
hacemos señas con los pies por debajo de la mesa. Nuestras vistas se acariciaron,
mas nuestros ojos se esquivaron de vergüenza.
El sórdido
restaurante ya no significaba nada para mí. Todas las tardes la veía pasear en
círculos por la cuadra de la heladería en donde iba a hablar con los amigos.
Ella pasaba en su motocicleta deportiva con el pelo al aire, su tez blanca y
sus labios rojos carmesí; yo en cambio, solo la seguía con la mirada, sin
perder el hilo de la conversación y con el cuidado de no enterar a los amigos
del embeleso. Al final de la tarde, los dos volvíamos a nuestros hogares, como
cuando los amantes furtivos después de un fugaz encuentro han agotado toda su
lascivia y no tienen más nada que hacer, ni más nada que hablar.
Una de
esas tardes, pasó con una amiga muy apreciada por los dos, en su moto. Comprendí de inmediato que los amores
platónicos habían llegado a su fin. Mi corazón tembló y se turbó mi alma, pensé
en tantas cosas que había dejado atrás cuando organicé una familia, pero mi
instinto nuevamente se apoderó de mí ser. No había nada que hacer, la suerte
estaba echada.
A
partir de ese momento, todo fue volcánico entre los dos, nos amábamos como dos
salvajes en los sitios más inverosímiles de la ciudad. Ya no tenía voluntad,
esa mujer había llenado todos los espacios de mi existencia. En nuestras vidas, solo existíamos los dos; lo demás era ficción, mi hogar y su marido era solo un
débil sueño que nos hacía despabilar por instantes cortos de nuestro idilio.
La
esposa había cambiado totalmente. No hablaba, no hacía diatribas sobre la
voluptuosa mujer, ni me inquiría cuando llegaba a la cama impregnado del
alquitrán de su perfume. Solo hacia un gesto brusco, y cambiando la posición de
su cuerpo, se volteaba de espaldas a mí y se cubría de pies a cabeza con la
sabana.
Me
había sumido en una total estupidez, no solo con la mujer con quien había
constituido una familia, sino que estaba convencido de la verdad herética que
persigue a los amantes: creía que era la única persona en el mundo que hacía
feliz a esa mujer. Por ello, anhelaba que todo se hiciera público y
termináramos juntos, como en una mascarada, como en la zarzuela. Ella,
sutilmente, me explicaba los problemas familiares y sociales que eso acarrearía
y me hacía desistir de cualquier idea de hacer notable lo nuestro.
Una
tarde septembrina bajo amenazas de una fuerte tormenta, un amigo con quien
compartía oficina me mandó buscar para que fuera urgentemente a su casa. Cuando
llegué a su residencia, con parsimonia y misticismo me condujo hacia el estudio,
cerró tras si la puerta corrediza y me enseñó una fotografía que — hasta el día
de hoy—, no sé cómo obtuvo
Me
preguntó mirándome fijamente a los ojos:
— ¿Creo que tú conoces esta persona?
—No—le
dije, bajando la mirada para esconder el rubor del rostro—
—Bueno,
está de espaldas, pero a lo mejor la he visto por ahí—- agregué—
Sentía
que el mundo se me venía encima, no sabía qué hacer para salir de esa situación
tan embarazosa. Vagué un poco, buscando un pretexto para salir corriendo de ese
lugar. Una fuerte ventisca, cerró abruptamente la ventana del estudio. El impacto
me permitió reaccionar de inmediato, le señalé con la mano el suceso,
indicándole que la tormenta arreciaba, y me despedí a toda prisa del lugar,
dejándole palabras a medio decir en su boca.
Caminaba
bajo la tempestad sin rumbo fijo y sin inmutarme por la lluvia que rodaba a
cantaros por mi cuerpo. Estaba totalmente ensopado, pero, aun así, sentía la
tibieza de las lágrimas cuando se deslizaban por las mejillas. Era su pelo
bermejo y alborotado, era su cuerpo descomunal y su piel blanca y aterciopelada.
Caminé hasta donde pude, me refugié en
una cantina de baja ralea, tomé aguardiente para que raspara mi garganta y me
deshiciera el nudo que llevaba en ella. No sé cuánto tiempo estuve allí, solo
recuerdo que haciendo un esfuerzo sobrenatural me levanté, tome un taxi y pedí
que me llevara a casa.
La
mujer estaba despierta, parecía que había estado esperando ese momento por
mucho tiempo. Como pude ubiqué mi cuerpo gelatinoso frente a la ventana para
tocar, para que me abriera la puerta. Ella medio abrió la ventana, y me gritó:
— ¡Cínico! —y la volvió a cerrar para siempre.
—