— ¡Buenas tardes!
El saludo de aquella mujer elegante
y de buena presencia produjo una confusión en la casa. Los que estábamos
sentados a la mesa comiendo una abundante porción de arroz blanco con un ligero
rocío de carne molida, entramos en un pánico terrible.
La costumbre inveterada de la Madre
de brindarle comida a cualquier persona que llegara, generó un caos de tal
magnitud en los comensales que, los granos de arroz saltaban por doquier. La
urgencia de todos por comer lo más rápido posible, para que no nos quitaran parte
de la comida, provocó que a mi hermana Teresita le tuvieran que dar varios
golpes en la espalda porque se había atragantado. Para mí, el asunto era
sencillo, había aprendido a comer tan rápido que, mientras la Madre terminaba
de poner el último aderezo en los platos, yo ya había terminado.
Para Hilda, la otra hermana, el
asunto era bastante delicado. Nunca pudo comer rápido, siempre terminaba de
última; por ello, usualmente no comía completo. Cada vez que me pregunto, por
qué mi hermana fue tan enfermiza y murió tan joven, la recuerdo comiendo con
esa paciencia y pienso en su inmensa bondad para renunciar a parte de su
comida, para que una visita inesperada satisficiera el hambre.
Tratando de ocultar su
analfabetismo, con el pretexto de que no tenía los lentes puestos, la Madre
pidió a la tía Ana que leyera la carta que la visita había traído como
presentación. Ella prefirió leer la carta en silencio, y una vez hubo
terminado, le indicó, mediante señas que se alejaran del umbral de la puerta
donde atendían a la visita. Las dos hablaron por un rato en secreto, hicieron
pasar a la Señora y nos reunieron a todos.
Con su acostumbrada voz de mando, La
Madre nos dijo que, a partir de ese momento, la Señora viviría con nosotros.
Mis hermanos y yo quedamos desconcertados.
Nos mirábamos tratando de buscar un parecido en la familia con la extraña
señora, pero fue inútil.
—Tal vez es algún pariente de la
madrina Celia Buendía o de Alicia Martínez—dijo Hilda.
En verdad nunca supimos de dónde
procedía la Señora y no nos atrevimos hacerle ninguna pregunta al respecto por
la advertencia que la Madre nos había hecho en privado.
Desde la ausencia del Padre, la
Madre se había vuelto dura, los deberes de la casa la había separado de sus
cuatro hijos. Sencillamente, se vio obligada a escoger entre dejarnos morir de
hambre y de miseria o atendernos, acariciarnos y prestarnos atención en todo
momento.
Todos los días la veíamos sentada en
su vieja máquina de coser Singer, su oficio de sastre no le permitía levantarse
un solo instante de ese artefacto. Recuerdo a la Tía sacudiéndole los mosquitos
con una escobilla hecha de vástago de palma, con una mano, mientras con la
otra, sostenía una lámpara de gasóleo, porque en varias ocasiones se había
atravesado los dedos con la aguja de la máquina. No sé cómo soportaba la
picadura de esos insectos, aunque continuamente la escuchábamos gritar:
— ¡Carajo!, yo como que tengo la
sangre dulce para los mosquitos.
Cuando sobrevino la muerte del
Padre, todos pensábamos que no iba a llorar. Pero lo hizo. Lloró toda esa
noche y durante varios días. Nunca la habíamos visto así, tal vez porque nadie
había muerto en la familia todavía.
No pudo trabajar en esos días, hizo
un altar en la sala de la casa e improvisó un velorio sin cadáver con algunos
vecinos, porque el Padre había fallecido lejos, donde sus otros hijos. Nosotros
rogábamos porque la Madre dejara de llorar, los desayunos de almojábanas con
café tinto y los almuerzos de sopas lánguidas de huesos de pata de vaca ya no
lo soportábamos más.
Uno de los clientes de la Madre, el
señor que usaba los pantalones de dril verde con relojera y unos pliegues
amplios, había venido varias veces por sus costuras. Estaba bastante enojado y
amenazó con llevarse los cortes de dril supernaval que había traído y que le
devolvieran el anticipo. La última vez que vino el grosero señor, la Tía le
gritó:
— ¿Y es que los pobres no tienen
derecho de llorar a los muertos?, ¡carajo!
La Señora se hospedó en el cuarto de
la Madre. Supe que también dormía en su cama, cuando, una noche, al entrar a la
alcoba en busca de refugio ante una pesadilla espantosa, me topé con un cuerpo
desnudo. Así dormía, totalmente en pelotas. No soportaba el calor. La luz de
las velas del altar junto a la cama, donde la Madre hacia sus oraciones cotidianas,
se colaba tenuemente por el toldo y dejaba ver su cuerpo bien formado y con un
color de piel que era avivado por el contraste de la penumbra y la luz. Se parecía a la mujer hecha de bronce que
estaba en la casa de la madrina Celia.
Me detuve por un rato a mirar el espeso vello
negro que brotaba de su entrepierna: unos pelos eran más largos que otros y
lucían desordenados. Me llamó mucho la atención uno muy largo y rizado. Usando
mis dedos como pinzas, traté de agarrarlo, pero la Señora se movió bruscamente
y se dio una palmada en el muslo; así que, tuve que solaparme debajo de la
cama, rápidamente.
La Madre grito:
— ¿Qué pasó?
Y ella contestó
—Estos mosquitos que se me han
metido en el toldo.
El silencio de la noche volvió a
cubrir todos los espacios de la casa. Solo un grillo pertinaz rasgaba el aire
con sus chillidos periódicos. Yo me quedé acurrucado y escondido debajo de la
cama, temblando de miedo de solo pensar que la Madre me descubriera; pero ella
estaba agotada, los días de llanto la habían consumido. A los pocos instantes,
enmudeció al grillo con sus ronquidos de tigresa en celos, entonces, me deslicé
hasta mi cama, me dormí y soñé toda la noche. Soñaba que era mi hermano mayor y
jugaba a las casitas con las niñas del vecindario. Recuerdo que le robé a
Carmencita, la chica más linda de las que jugaban con él y me la llevé a una
guarida que tenía en el traspatio de la casa.
A la mañana siguiente me desperté
como otro ser, ya no era el mismo, todo lo veía distinto; sobre todo a mis
hermanas.
La Señora rápidamente se adoptó al
ambiente y a la familia. Para ayudar en la manutención de la casa, lavaba ropa
ajena, pasaba el día fregando y planchando.
Nunca se le vio triste. En los
peores días, cuando teníamos que ignorar alguna de las comidas (o las tres),
llegaba sonriendo a la tinaja, llenaba un vaso con agua y decía:
—Hay que tomar mucha agua, mis
hijos, porque esta hambre puede ser por el calor.
Aunque no supimos con certeza de
dónde venía y quién era de verdad, por su acento y sus hábitos, siempre creímos
que era de La Mojana. También intuimos que tenía algún grado de educación
por la forma exquisita en que contaba cuentos. Todas las noches, los niños del
vecindario sacrificábamos nuestras meriendas escolares para comprarle panela y
cigarrillos, y ella nos contaba esas magnificas adaptaciones al dialecto
mojanero de los clásicos de la literatura infantil. La Cenicienta era una tal
Mariapellejona, que no tenía carruajes, calabazas ni zapatillas de cristal,
sino que andaba cubierta con el pellejo de un animal y su hada madrina la
convirtió en la niña más bonita del mundo. También nos contaba sobre un
horrible gigante que se enamoraba de las chicas bonitas y se disfrazaba para
conquistarlas, pero lo delataba su ronca voz y, ¡cómo olvidar a la Caperucita,
que andaba en canoa y al caimán que la quería seducir!
La Señora había deleitado a todos en
la casa, había estado con nosotros por casi dos años. No había una solo queja
de ella, pero un día, mientras almorzábamos una suculenta sopa de coroncoro en
medio de la canícula tropical del pueblo, un elegante caballero del interior
del país cargado con un estante portátil lleno de baratijas llegó a la puerta.
— ¡Buenas tardes!
El aspaviento fue general. Todos
tratábamos de comer con afán, pero las sopas de coroncoro, simplemente, no se
enfrían nunca. Aunque estaba armado con cuchara de palo para tragar rápido en
caso de una visita inesperada, cada vez que llevaba la cuchara a la boca el
vapor de la sopa caliente me quemaba los labios.
El cachaco pidió disculpas por
importunar el almuerzo, hizo un breve ofrecimiento de sus cacharros y solicitó
que lo dejaran reposar el calor por un rato, bajo del palo de mango que estaba
a la puerta de la casa.
Después del almuerzo, la Madre y la
Tía miraron por cortesía algunas de sus productos, aunque sabían que no tenían
la más mínima oportunidad de comprarlos. La Señora le preguntó al cachaco que
si cambiaba algunos artículos por oro quebrado. El paisano le contestó que no
era su negocio, pero por tratarse de ella lo iba a hacer.
La señora buscó entre sus cosas, y
trajo unos pedacitos de aretes de niña. El cachaco los examinó cuidadosamente y
le dio los artículos que necesitaba. Los dos se quedaron hablando toda la tarde
a la sombra del mango. Hablaron como si se hubiesen conocido desde hacia mucho
tiempo y solo escuchábamos al paisano reírse y decir continuamente:
— ¡Eh! ¡Ave María, pues!
Desde ese día, la Señora había
cambiado mucho. Ya no le gustaba contar cuentos, ni quería panela ni
cigarrillos. Había dejado de lavar la ropa de la mayoría de sus clientes, solo
atendía a dos.
Hacia todos los oficios en la
mañana. Almorzaba, se arreglaba y se sentaba debajo del palo de mango, hasta
cuando los mosquitos la hacían volver a la casa.
Una tarde, después de las lluvias de
octubre, un lujoso vehículo se paró enfrente de la casa. Todos corrimos a la
puerta porque pensábamos que era la abuela Jovita, que había llegado de la
finca donde trabajaba y nos traía abundantes frutas y comida, pero quien llegó
fue el cachaco.
Llegó vestido como para una fiesta.
La Señora también lo estaba. Saludó a la Madre, a la Tía y le dio un beso en la
mano a la Señora.
La Señora lo tenía todo preparado, tomó
una vieja maleta de madera forrada con papel y una canastilla metálica en donde
venían las galletas de navidad, que usaba como neceser, se despidió de todos
nosotros y se fue con aquel hombre.
Las noches del barrio volvieron a
hacerse tediosas. Los grillos y las ranas retornaron con sus aburridos cánticos
a llenar el silencio umbrío de aquel barrio caluroso, sin luz eléctrica, lleno
de charcos, mosquitos y serpientes.
Para animarnos, el Hermano, que
después fue un músico famoso del pueblo, nos organizó las voces para cantar
como las ranas y los grillos. Las imitaciones que hacíamos eran tan perfectas
que, en plena temporada seca, cuando no había charcos, sapos ni grillos,
revivíamos perfectamente a esos bichos.
El vecino, que era agricultor y
bastante supersticioso, iba a donde la Madre y le comentaba, que nunca en su
vida, en pleno verano, había oído ranas y grillos, “llamando agua”. Que eso era
un mal presagio, que a lo mejor para esa temporada no sembraba. Y ella, que
rara vez festejaba nuestras travesuras, se reía y nos decía que dejáramos de
joder con esa vaina que íbamos a alborotar las culebras.
La partida de aquella Señora nos
entristeció a todos. Los hermanos y los niños del vecindario quedamos
destrozados. Nuestra diversión, nuestro radio y nuestro cine popular había
desaparecido de la misma forma como llegó. Los adultos del barrio también
sentían algo similar que nosotros. Ellos de una forma muy distinta: las mujeres
por la envidia y la intriga que había despertado aquella apuesta señora, que nunca
se supo quién era; y los hombres, porque a ninguno de ellos, prestó atención.
Por ello, quedó el dicho popular: que, cuando a una mujer no se le veía por
algún tiempo en el vecindario, y se le preguntaba a alguien
— ¿Qué es de la vida de Fulana?
Contestaban:
—Se la llevó un cachaco.