SI QUIERE LLOVER… ¡QUE LLUEVA! Final



 

 Eran casi las seis de la tarde, cuando todos los muchachos que estábamos acurrucados en el único sitio de la casa que no estaba saturado de agua, comenzamos a llorar.  

— ¡Pobres pelaos!

— ¡Es el hambre!

— Exclamó la Tía Ana, y todos los niños movimos la cabeza en señal de afirmación.

La palabra hambre nos produjo un gran bostezo. Todos nos fuimos contaminando, después que Águeda, una rezandera de difuntos que, recién había llegado al barrio, dejó caer la apagada calilla de tabaco que estaba rumiando. Inmediatamente, estiró la boca y el cuello y, remató con un suspiro lánguido y profundo. La Tía quiso gritarle que se le iba a caer la quijada, al ver que parecía un hipopótamo, pero no pudo terminar la frase, porque el bostezo le enredó las últimas palabras. Jesús María trató de reírse, señalando a la Tía, y quedó con el cuello estirado y la boca torcida porque el bostezo también lo había contaminado. Todos tratamos de reírnos de la escena, pero uno por uno, fuimos haciendo los mismos gestos hasta culminar en un gran suspiro que nos dejó a todos con la boca abierta. El ambiente quedó impregnado de un olor a tabaco y a aliento descuidado, que obligó a la Tía a conjurarlo, rociando un extracto de hierbas aromáticas y alcohol que conservaba para prevenir las malas enfermedades.

—Lo primero que voy usar para leña es la mecedora donde te sientas a la puerta, para chismosear a todo el que pasa— Le dijo Teresa a la Tía, dando vuelo a su áspero carácter.

La Tía, dio un salto veloz, se arrellanó en la mecedora y, le contestó—“Solo muerta me paran de aquí”.

Teresa salió como loca, machete en mano, buscando por todos los rincones de la casa objetos de madera de la Tía para usarlos como leña. Teresita, mi hermana, que padecía un raro síndrome nervioso que le provocaba mutaciones extrañas en su cuerpo cuando entraba en situaciones de pánico, corría histérica detrás de Teresa pegada a los pliegues de la falda con sus dos manos, como si estuviesen adheridas con pegantes, para impedirle que destruyera las cosas de la Tía  

Esa mujer no conocía de bromas y todos en la casa lo sabíamos. Cuando tomaba una decisión siempre hacia su voluntad. Por ello, cuando llegó frente a los baúles de madera de la Tía, todos gritamos para impedir que los destrozara a machete limpio.

—Si tocas un baúl de esos te castiga Dios—Le gritó la Tía, impotente frente al carácter y la decisión de su hermana

Hilda Lucia, que era la voz sabia y serena de la casa, se acercó y le dijo:

—Mami, esos baúles son valiosos, no los vayas a dañar.

—No vengo detrás de los baúles —Dijo—, sino del poco de palos esos que tiene guardado ahí

— ¡No, ¡Dios mío, no! —Suplicó la Tía.

— ¡Se acabarían los domingos de ramos, por tu culpa! —enfatizó, para ver si conseguía sugestionarla.

Hilda que, había visto la determinación de su madre en los ojos y su actitud, sabía que no había otra cosa que hacer, sino convencer a la Tía para que dejara tomar algunas palmeras para encender el hogar. Se acercó, la tomó por los hombros y, con voz dulce y pausada le dijo:

 — Tía, tu sabes que en la biblia el rey David se estaba muriendo de hambre—así como nosotros ahora—y obligó al sacerdote del templo para que le diera los panes de la proposición. Le agarró la cabeza con las dos manos y le peinó con sus dedos los enredados cabellos y, agregó— Esos panes eran más sagrados que estas palmas.

La Tía, con sus ojos empapados en lágrimas, respondiéndole a las caricias, le dijo— Bueno mija, así será.

Cuando se abrieron los baúles, el olor fuerte a naftalina invadió todos los rincones de la casa. Teresa cogió las palmeras necesarias para preparar la comida y encendió el fogón. Las palmeras ardieron con un color azul brillante. Las partículas de naftalina que se habían adherido a sus hojas hicieron que se acelerara su combustión y pareciera que las palmeras no se consumían por el fuego. Teresa notó aquel extraño fenómeno y comenzó a retroceder asustada del sitio donde estaba la  hornilla, en la mitad de la sala de la casa. 

— ¡Milagro! —Exclamó la Tía, dejándose caer de rodillas, como a dos metros de distancia del hogar

Todos nos arrodillamos con la Tía y comenzamos a rezar el santo rosario. Águeda, la vieja rezandera, que venía entrando a la sala, con desprecio hacia nuestra fe, nos gritó:

— ¡Cuidado se intoxican con la naftalina!

La Tía se levantó violentamente y le gritó— ¡Bruja!

Todos volteamos la mirada en dirección de la intrusa y reprochamos su actitud con un murmullo suave y contundente. Inmediatamente, Águeda se esfumó y no la volvimos a ver nunca más por el barrio. Desde ese día, en la memoria colectiva, quedó el dicho que, verdaderamente, se trataba de una bruja que había llegado con la temporada de las lluvias.

 


Teresa entendió la situación. Ordenó que nos fuéramos de la sala y cubrió el fuego con la leña mojada, al estilo indígena, para que se secara y ardiera.

El último milagro del día, fue la distribución de la comida. Cenamos más de treinta personas con la poca vitualla que había en la alacena. En eso, Teresa era maestra, siempre jugaba con nuestros deseos e ilusiones cuando repartía la comida. Llenaba una inmensa cuchara con carne molida y cuando llegaba sobre el plato del arroz, con un temblor fino en su mano, dejaba caer un ligero sereno que apenas alcanzaba a pigmentar el exuberante blanco del arroz.

Desde el incidente con Águeda, en la sala, no habíamos visto a la tía Ana. Hilda la andaba buscando por todos partes. Todos nos sentíamos preocupados por la suerte de la Tía, porque conocíamos del valor espiritual y sentimental que tenía para ella las palmas del domingo de ramos que había atesorado con tano esfuerzo y ahínco.

Hilada intuyó el sitio en donde podría encontrarla. Siempre que disgustaba con su hermana, generalmente se iba y se encerraba en la casita de las palomas. Allí pasaba horas y días enteros hasta cuando sofocaba la rabia.

Cuando entró, se sorprendió cuando la vio, dando las últimas cucharadas al plato de comida que tenía sobre las piernas. 

— ¡Tía! —le gritó Hilda Lucia

Tomó el último sorbo de una taza de café tinto con que acompañaba la cena, le sonrió y le dijo:

—Bueno mija, si quiere llover… ¡Que llueva!