Unos días después de la tarde de las
serpientes, Teresa Jerez no había podido dormir por una oleada de calor y
humedad que había azotado al pueblo. Cuando se levantó a las cuatro de la
mañana ensopada en un sudor viscoso, bregó un rato para despegarse la sabana
que se le había adherido al cuerpo. Forcejeó con la desgastada popelina, hasta
cuando con un tirón violento, la rasgó en varios pedazos. Se quitó con rabia
los últimos girones que tenía pegados a su espalda y anduvo dando vueltas, casi
a tientas, buscando la puerta para salir del cuarto. Al llegar al patio a evacuar
la bacinilla de los humores nocturnos, eran aproximadamente las cuatro y treinta
de la mañana.
El cielo estaba nublado. Tenía un color rojo
cobrizo y enigmático, de donde brotaban unos arreboles que parecían grandes
hojas de palma que se estremecían en ligeros torbellinos. Miró al firmamento
con mucha atención y comenzó a escudriñar el universo con sus dedos. Habló
consigo misma por unos instantes, como si discutiera con el temporal, se
persignó, y salió a toda prisa a la casa a despertar a la tía Ana Felicia para
coordinar las acciones necesarias para la llegada del vendaval.
No necesitó despertarla, ya la Tía estaba
orando en el altarcito que tenía en el cuarto. Cuando entró, la encontró
repitiendo las letanías que le había agregado al rosario tradicional católico.
—Vara bendita de San José
—Que no se marchite nunca
—Palmas benditas del domingo de ramos
—Que no se acaben nunca
— ¡Carajo! ¡Todavía sigues con esa vaina!
— Le recriminó con aire de rabia e impaciencia
Hacía casi un mes que la Tía había tenido
un sueño premonitorio, en donde un ángel le mostraba la vara de San José
totalmente marchita y le anunciaba también que, muy pronto, se acabarían los
domingos de ramos, porque las palmeras con que se festejaban se extinguirían
completamente.
Desde ese día, había dedicado gran parte
de su tiempo a regar compulsivamente un huerto de lirios que tenía en el patio y
a buscar la forma de asegurar cogollos de palmeras. Había llegado a un acuerdo
con los campesinos que pasaban por el frente de la casa, rumbo a sus labores
del campo, para que, por las tardes, cuando regresaran, descansaran un rato y
se tomaran una taza de café; a cambio, solo tenían que traerles unos ramos de
palmera. Después, los llevaba al cura para que los bendijera. Tenía baúles de
madera lleno de palmeras cubiertas con bolitas de naftalina para protegerlas de
las polillas.
La Tía era más terca que una mula, ninguna
de las instrucciones que recibió para preparar la llegada de la lluvia las
siguió. En vez de asegurar la leña y resguardarla del aguacero para que no se
mojara, se dedicó a lavar la casa con agua de creolina para que la pesadilla de
las serpientes no se volviese a repetir. Después, cuando hubo terminado de
fumigar toda la casa, se puso a recolectar la ceniza que se había acumulada en
el fogón de leña.
Cuando Teresa intuyó que la llegada del
huracán era evidente, salió a buscarla para preguntarle por las tareas que le
había encomendado, pero cuando llegó al patio, la Tía estaba dando las ultimas
pinceladas a una gran cruz de ceniza que había elaborado para impedir la
llegada de la tormenta.
— ¡Definitivamente, tú no tienes remedio!
— Exclamó, sacudiendo la cabeza varias veces, desaprobando la conducta de Ana Felicia
La Tía era una especie de Ángel, la
consciencia moral del barrio. No había conocido hombre — jamás—, y por ello,
nadie podía enrostrarle un solo pecado. Todos les profesaban un respeto proverbial.
Un rayo fantasmagórico irrumpió
intempestivamente en la casa, dejándonos a todos los vellos de punta. Quedamos
con los pelos crespos, parecíamos el horasquin del monte. Luego vino el trueno
ensordecedor y los vientos huracanados que arrancaron de raíz la precaria
cocina de bahareque que estaba en el patio y todo lo que en ella había.
— ¡Cubre el espejo con una sábana, que nos van a matar los relámpagos!
—Le gritó Teresa a la Tía
Los gritos e insultos que se lanzaban las
dos mujeres tratando de organizar la casa después que la primera ventisca hiciera
volar todos los objetos dentro, eran desconcertantes y caóticos. A más se
gritaban, menos se entendían. La Tía corría de un lado para otro, dando
pequeños saltos tratando de coger un almanaque inmenso que tenía la imagen del
Corazón de Jesús, que ascendía y descendía, dando vueltas en círculos en un
pequeño torbellino que la brisa había formado en la sala de casa.
— ¡Ayúdame a amarrar la pared del cuarto,
que se la lleva la brisa! — ¡Carajo! — gritaba desesperadamente Teresa.
— ¡Que tapes el espejo, ya te dije!
— ¡Coloca unas vasijas en las goteras que
se mojan las camas!
— ¡Ya voy! —, le respondió la Tía, tardíamente,
mientras hacia los últimos esfuerzos por recuperar el almanaque
En medio del silbido perverso de los
ruidos del huracán, se oían los clamores de los vecinos suplicando a Dios para
que los vientos no demolieran sus humildes viviendas. La primera en barrer el
huracán fue la casa del al lado, que hacia esquina con un gran solar baldío.
Ramón, el mayor de los hijos de la familia Ríos, dormía aún, cuando fue elevado
por el huracán, que arrancó de raíz los horcones en donde colgaba su hamaca.
Afortunadamente, logró soslayarse del remolino que lo llevaba envuelto cuando
todavía estaba como a dos metros de altura. En medio de la tormenta que lo
arrastraba, logró llegar hasta la puerta de la casa. Fue un gran esfuerzo para
todos lograr abrir la puerta para auxiliarlo, porque la brisa trataba de
arrebatarla de nuestras manos. Cuando logramos abrirla, el hombre fue lanzado
dentro por la fuerza de una ráfaga de viento que lo dejó tendido en el piso de
la sala completamente desnudo. La Tía que había intuido la escena, se precipitó
sobre el cuerpo del hombre con el mantel que cubría la mesa y lo arropó por
completo para no tener que pasar la vergüenza de ver a un hombre desnudo y, luego,
soportar las bromas y los chistes de la familia y las gentes del vecindario.
La primera oleada del huracán demoró
aproximadamente dos horas. En ese tiempo la casa se había llenado de vecinos
que habían perdido sus viviendas, y que haciendo grandes esfuerzos habíamos
logrado hacer entrar a la casa.
La confusión era terrible. Habíamos más de
treinta personas en una casa pequeña, a medio hacer, que lo único que tenía era
un techo de zinc Apolo, a prueba de huracanes.
El tumulto era inmenso. Los vecinos
desconcertados con el suceso murmuraban unos con otros indagando qué serían de
sus pertenencias que habían quedado a merced de los vientos huracanadas y la
lluvia. Una muchacha que su hermosura angelical
se le escapaba de los alijos de los envoltorios, con que la habían traído—parecía
una momia—, no dejaba de toser ni un instante. Por momentos, emitía un sonido
agudo y sostenido de soprano y, luego, quedaba inmóvil como una muerta. El
estado de la muchacha era perturbador, todos teníamos que abandonar nuestras
las labores para correr a auxiliarla cuando le daban esos ataques de tos.
Me conmovió mucho la situación tan penosa en
que estaba esa niña y, como pude, en medio del caos, busqué el menjunje que la
tía nos daba para la tos; pero mi hermana Teresita que me conocía de sobra, me
interrumpió en el camino y me dijo
—Tiene tosferina, ¡pendejo!
Los ciclones seguían golpeando la casa con
todo su ímpetu, llegaban por oleadas intermitentes, con intervalos de tiempos
que, muchas veces, no superaban los diez minutos. Luego, seguía una tensa calma
y aparecían repentinamente con más fuerza, e iban arrebatando a pedazos, las
partes más vulnerables de las precarias paredes de tabla y bahareque.
La temporada de huracanes nos convertía en
marineros de tierra firme. Todos, desde edad temprana, habíamos aprendido a
rehacer de forma rápida los girones que la brisa arrancaba a las viejas paredes
de que estaba hecha la casa. Teníamos pieles curtidas de animales y carpas
desechadas de vehículos camperos, con que zurcíamos los estragos que provocaba
la tormenta. Hombres y mujeres, niños y niñas éramos un ejército de grumetes,
adiestrados en izar cueros de vacas y lonas viejas para asegurar con expertos nudos
marineros las averiadas paredes de la casa.
Esta clase de huracanes intermitentes eran
los más devastadores, porque no solo demolían las viviendas, sus techos y
paredes, sino que nos quebrantaban el alma y la fe. Parecía una obra demoniaca
la inteligencia de la tormenta: arreciaba fuertemente y amainaba por un
instante; en esos momentos, dejábamos de rezar y dábamos gracias a Dios por había
escuchado nuestras suplicas, pero, inmediatamente, volvían con una fuerza superior
a arrebatar lo poco que habían dejado en pie.
Este ciclón había sido el más fuerte de
los que habíamos experimentado, y el que más tiempo había demorado, llevaba más
de ocho horas triturándonos el alma y la combatividad. El cielo rojizo, los
destellos de los relámpagos y los fuertes vientos habían socavado nuestro
espíritu marinero. A todos se nos reflejaba en el rostro la derrota, la
resignación y el cansancio. Estábamos a punto de ver las zurcidas paredes de la
casa volar con la tormenta, cuando la Tía irrumpió con una inspiración divina.
— ¡Tenemos que volver a crucificar a Jesús!
—dijo con una expresión ceremoniosa en su rostro y elevando la voz lo más que
pudo, para vencer el ruido de la tormenta
—Eso no es posible, Tía— le replicó Hilda
Lucia, la hermana más letrada de la familia, que estaba a su lado
—Es
a tu hermano, Jesús María, a quien me refiero—dijo señalando a Jesús que estaba
acurrucado en un rincón de la casa, titiritando de frio.
La santidad de la tía era incuestionable
en la casa y el barrio entero. Todos sin hacer mayores preguntas cumplimos sus
órdenes al pie de la letra: tomamos a Jesús María y lo amarramos en un horcón
en medio de la casa, en pantaloncillos y con los brazos extendidos. Al
principio, Jesús tomó el asunto entre la broma y el asombro. Se reía
nerviosamente y nos hacía pequeñas mofas, pero el fervor y la devoción con que
orábamos todos, le fueron convenciendo de su papel, hasta cuando la expresión de
su rostro se transformó completamente, quedando idéntica a la del Milagroso de
la Villa de San Benito Abad.
Oramos sin parar y cantamos himnos y
alabanzas, hasta cuando amainó el huracán y solo quedó una lluvia pertinaz que duró
el resto del día.