Richard Rorty, la máxima expresión del pensamiento de izquierda en los Estados Unidos, ese que murió con el temor de que los Estados Unidos de Norteamérica, de mano del Partido Republicano, inaugurara una nueva clase de fascismo en el mundo, con el pretexto de su guerra contra el terrorismo; ese mismo cuya familia trotskista fue perseguida salvajemente por el macartismo anticomunista de la guerra fría, nos dio una lección de pragmatismo al afirmar que la democracia liberal no requiere ninguna justificación filosófica; que es una locura cuestionar la democracia.
Hoy, cuando ya en el lejano horizonte se avizora el arco iris. Cuando la pandemia del Covid-19 se aproxima a su final, al menos desde el punto de vista psicológico, que es lo importante. Y cuando todos los países del mundo comienzan hacer inventarios de averías, vemos con sorpresa que nuestras democracias liberales no han salido bien libradas.
El triunfo de la democracia sobre las demás formas de gobierno, proclamada por Francis Fukuyama, con ocasión de la caída del muro de Berlín y los ensayos proclamados por Joseph Stiglitz, Jeffrey Sachs y Thomas Piketty para fortalecer las democracias liberales, a través del control de los mercados y la reducción de la pobreza y desigualdad, sumados al derrumbamiento del paradigma liberal: que la educación nos hace iguales, con la catástrofe de Cuba, empalidecen frente al totalitarismo y capitalismo salvaje del Estado Chino. Por ello, se hace completamente necesario repensar el concepto de democracia.
Las democracias occidentales han encontrado en sus valores y principios el principal obstáculo para combatir la propagación de la pandemia y controlar y mitigar sus efectos. La gran mayoría de los estados que la componen están gobernados por regímenes constitucionales, de carácter inclusivo, donde la dignidad humana es su núcleo esencial. Por el contrario, el monismo ético, político y cultural del estado chino le ha permitido manejar la pandemia con mayor eficacia, sin los controles antes señalados.
El Covid-19 ha sido un duro golpe para los valores occidentales, principalmente para la democracia. Ningún experto economista se ha aventurado a dar plazo para una recuperación total de la economía mundial, ni de los efectos colaterales de la pandemia que vayan surgiendo, en la medida en que las economías se vayan abriendo.
Lo único cierto es que China, con su comunismo productivo, a través del monopolio del conocimiento en manos del estado, nos va ganando el liderazgo en la economía mundial -por una nariz – con consecuencias impredecibles para las democracias del mundo. En términos prácticos, la pandemia ha dejado ileso, económicamente, al Estado Chino; mientras que nosotros todavía no sabemos a qué atenernos.
Los regímenes democráticos del mundo se baten en una constante lucha por sofocar las revueltas populares que nuestros mismos sistemas de gobierno garantizan. La volatilidad popular va a ser la nueva pandemia universal si no ajustamos las políticas sociales y flexibilizamos los cambios de gobierno para lograr la legitimación del mismo, cada vez que sea necesario.
Creemos que el papel de las ideas en el desarrollo social se ha transformado de manera sustancial con el surgimiento de las redes sociales. En el pasado, eran la ideología, los partidos políticos, los que, mediante todo un proceso de difusión, discusión y aprehensión de las ideas, lograban transformar la sociedad. Hoy, los intereses dispersos de las diversas clases sociales y grupos de presión son los que, a través de elementos difusos de conveniencia política, mueven las masas de los desesperanzados que orbitan en medio de intereses que, muchas veces, resultan no ser sus propios anhelos.
Ante tanta volatilidad política y social creemos que la democracia sigue siendo nuestra única opción, pero con un mecanismo que nos permita reemplazar el gobierno, mediante el sistema electoral, de forma rápida, cuando este pierda legitimidad. Algo muy parecido a los regímenes parlamentarios.