¿Es el conocimiento la raíz de la desigualdad?


 

Los primeros filósofos contractualistas no dudaron en responder afirmativamente a esta pregunta. Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau recurrieron al artificio del "estado de naturaleza" para explicar aquella condición primigenia donde la inocencia, como conditio sine qua non de la organización social, garantizaba la igualdad entre los individuos.

Más adelante, John Rawls, retomando estas ideas junto con elementos de la filosofía kantiana, formuló una teoría más sofisticada sobre los orígenes de la justicia. Para este pensador, el punto de partida —la denominada “posición original”— se basa en el concepto del velo de ignorancia: un estado hipotético en el que los individuos desconocen por completo su condición moral, económica, étnica, religiosa, entre otros factores. En ese escenario, nadie sabría si será rico o pobre, hombre o mujer, privilegiado o marginado. Así, cualquier decisión sobre la organización social sería tomada sin prejuicios ni intereses particulares, propiciando una sociedad verdaderamente equitativa.

Sin embargo, es a través de la tradición judeocristiana que podemos encontrar una representación aún más clara de este fenómeno.

El relato de la creación contenido en el libro del Génesis es quizá la ilustración más poderosa de un estado de ignorancia absoluta como fundamento de la igualdad. En los capítulos 2 y 3 se narra la historia del Jardín del Edén, un lugar en el que Dios colocó a Adán y Eva bajo la condición de permanecer en la más completa inocencia. El versículo 25 del capítulo 2 afirma: “Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban”. Es decir, desconocían su estado, su cuerpo, su individualidad. No había consciencia de sí, ni tampoco de jerarquía alguna.

La única condición impuesta por Dios para conservar esa armonía ideal, libre de sufrimiento, lucha o desigualdad, era la prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal.

No es un caso aislado. En otras tradiciones también se presenta el conocimiento como un factor disruptivo del orden divino. En la mitología griega, por ejemplo, se dice que la última vez que dioses y hombres compartieron un banquete fue en las bodas de Cadmo y Harmonía. Pero la armonía se rompió cuando Cadmo regaló a su esposa, de manera subrepticia, las primeras letras del lenguaje escrito. Los dioses, indignados ante la posibilidad de que los hombres adquirieran conocimiento y se asemejaran a ellos, abandonaron la cena para no regresar jamás.

Es el mismo argumento que utiliza la serpiente en el Génesis: “No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal”.

Aunque esta narrativa suele centrarse en la introducción del pecado en la humanidad, su trasfondo más profundo parece ser el del monopolio del conocimiento. La única forma en que Dios podía garantizar la igualdad entre los seres humanos era siendo Él la única fuente de saber, y por ende, el único proveedor de bienes y recursos.

En ese estado original, tal como se describe en el Edén, nunca habría surgido la humanidad que hoy conocemos. Habríamos permanecido como seres espirituales, como ángeles, viviendo únicamente de la gracia divina. Pero fue la mujer —representada en Eva— quien, impulsada por una insaciable búsqueda de la verdad, probó del fruto prohibido y nos emancipó. Nos convirtió en humanos, con todas nuestras virtudes y defectos.

Y sin embargo, en una ironía que atraviesa los siglos, esa misma mujer —a quien según esta tradición debemos el conocimiento— es también el ser más discriminado de la historia, incluso dentro de la propia cosmovisión judeocristiana.