Esa tarde, a las
cuatro en punto, cuando llegaron los primeros contertulios, no salían del
asombro cuando vieron recostado en un taburete, en la parte final del alero
derecho de la casa, a Leonel Benavidez, el hombre que mucho tiempo atrás, en
compañía de sus hermanos, había dado muerte a Salvatore Marsiglia, uno de los
muchachos más queridos del pueblo, para salvar la honra de la familia. El
cuento es bien sabido por todos: a Rosa María, la hermana de los Benavidez, la
devolvió su esposa al día siguiente de la boda, porque no era virgen, y de esa
falta culparon al joven Salvatore, estudiante de medicina. A pesar del tiempo
transcurrido, todavía Leonel cargaba ese símbolo del extrañamiento en el
rostro, la marca de Caín en la frente. Tenía una palidez extraña en su faz, muy
a pesar que ya había trascurrido varios meses que había dejado la prisión. Su
pelo estaba todo blanco, pero sus cejas y bigotes conservaban el negro retinto
de otros tiempos, su piel morena estaba mustia y su carácter altanero y
volátil, había desaparecido por completo.
No comprendíamos por
qué, de las familias de la diáspora, de aquellas que abandonaron aquel pueblo hacía
tanto tiempo, fue la casa nuestra la que decidió visitar primero. La Madre y la
Tía se impresionaron mucho cuando lo vieron parado en el umbral de la puerta
con su sombrero de fieltro gris, un poco roído por el uso y una camisa blanca
de algodón, que dejaba ver unos dobleces amarillentos por el tiempo que había
permanecido en el ropero. La cordialidad de su saludo y el afecto que sintió al
verlas, las tranquilizó un poco.
Por la primera persona
por quien preguntó fue por Alicia Martínez. La Tía, dudó un rato para darle la
respuesta, pero al ver que Teresa, se aprestaba a responderle, se le interpuso
en el camino, le quitó el pocillo de café tinto que le había pedido hacia un
rato, y se lo brindó a la visita para permitirse un poco de tiempo, mientras
pensaba en una buena respuesta. Al fin, por la clase de persona que era Leonel,
prefirió responderle lacónicamente.
—Está felizmente
casada, vive en Cartagena y tiene dos hijos—Le dijo, insistiéndole que tomara
la tasa de café, haciendo un ligero movimiento con su mano derecha.
Leonel guardó un rato
de silencio, aspiró un sorbo de café y musitó en voz baja como si hablara
consigo mismo.
—Era a la única
persona a quien me hubiese gustado contarle toda la verdad de lo
sucedido—Balbuceo, cambiando la expresión de su rostro y conteniendo las
últimas palabras, como si quisiera evitar revivir aquel doloroso acontecimiento
de ese domingo fatal que cambió su vida, la de su familia, y la de todo un
pueblo para siempre.
—Se han dicho tantas
cosas de nosotros, de mi hermana y hasta de mis padres—, dijo mirando fijamente
a la Tía— que sinceramente, por instantes, pensé quedarme en la cárcel para
siempre. —He sentido mucho miedo de volver a tener que matar a otra persona
para nuevamente, salvar el honor de la familia—Expresó, rematando la
conversación con su rostro totalmente compungido.
La Tía sintió unos
nervios terribles cuando la inesperada visita habló de los chismes de la gente
y la distorsión popular que habían hecho de la peor tragedia de su vida.
Precisamente, para esa tarde, Mercedes Cumplido, la esposa del profesor
Salazar, que solo asomaba por la tertulia de vez en cuando y de forma
inesperada—siempre vivía con el temor que alguna mujer le robara a su esposo —,
había prometido revelar el verdadero nombre de la persona que ultrajó la
doncellez de Rosa María, mucho tiempo atrás que apareciera en escena Salvatore.
La Tía, hábilmente le
expresó que, en casa, todos teníamos las cosas claras, y con una sutileza
maestra, le solapó las veces que la familia le visitó en la cárcel.
Leonel, se acercó a la
Tía, la atrajo para sí y le dio un abrazo.
—Sé lo integras que
han sido tú y Teresa para con la familia, especialmente con mi padre—Dijo
Leonel, bajando la mirada y adquiriendo de nuevo ese perfil de hombre derrotado
con que llegó.
El profesor Salazar
saltó de la alegría, cuando se percató de la presencia de Leonel. Ambos hombres
se abrazaron fuertemente, no de dejaban de saludarse y preguntarse por cosas
que quedaron pendientes de sus vidas, cuando Leonel sufrió la desgracia de la
prisión. Mercedes avergonzaba y temerosa por la presencia del hombre, cuya
dignidad y la de su hermana, iba a poner por el suelo esa tarde, no encontraba
la forma de saludar al ex convicto y perderse rápidamente de la reunión.
Aprovechando la euforia de los dos amigos, tocó el hombro a Leonel, para llamarle
la atención, y cuando éste volteo para ver de quien se trataba, le dio un
saludo arzobispal y se marchó de prisa del lugar. Jamás se le volvió a ver por
la tertulia.
El susto que pasaron
los contertulios con la aparición súbita de Leonel, hizo reflexionar seriamente
al grupo, sobre el hecho que, de forma inconsciente y peligrosa, estaban
reviviendo la terrible época de los chismes y pasquines que tantas desgracias y
muertes habían provocado en ese pueblo turbulento que habían dejado atrás. Por primera
vez, en tantos años de haber salido de su tierra, comprendieron que traían esa
identidad atávica y vernácula, que los hacía hijos de la Nueva Granada de la
Santa Cruz de Mayo en cualquier parte del mundo.
Con la llegada de los hermanos
Quiñonez al barrio, otros exiliados y excelentes músicos, alumnos del maestro
Ludovico Sampayo Carriazo, a quien la fortuna de sus padres le permitió
estudiar música clásica en el conservatorio de Paris, cambió por completo el
sentido de las tertulias. Nicolás Quiñonez, el maestro Nico, hábil ejecutor del
bombardino, sucesor de Indalecio Vega, en la otrora banda municipal, era un
estupendo compositor. Cuando hacia una melodía, prefería ensayarla ante sus
coterráneos acompañado por su hermano al clarinete. Un día a la semana, se
armaba la zarzuela. Los Quiñonez tocaban, el profesor Salazar declamaba y los
demás intervenían con rapsodias y trozos de comedias estudiantiles que extraían
de sus forzadas memorias. La senectud se les disipaba y una juventud bizarra
les brotaba de los recuerdos que los transformaba en hábiles bailarines. Los
temblores seniles de sus debilitados músculos desaparecían, y milagrosamente,
ejecutaban intrincados pasos de la más exquisita música contemporánea. Sus
aparentes achaques eran un conflicto del alma, de sus frustraciones, de sus
amores imposibles, de sus deseos reprimidos, de la diáspora impulsada por la
violencia política que los desarraigó de su terruño.
El profesor Salazar,
no perdía la más mínima oportunidad para galantear a Emperatriz y declamar los
infinitos poemas anónimos que le había compuesto y que, solo ellos dos
conocían. Con una picardía exquisita, se dirigía a ella sin despertar la
curiosidad de los contertulios y le solapaba todo su repertorio. Ella, que aún
se creía la dueña de su amor, se sonrojaba un poco y para salir de los apuros
que le provocaban esos viejos recuerdos, recurría a la sátira y le decía:
—Acuérdate que ya no estas para esas
payasadas, ya casi tienes 70 años—
—Ándate con cuidado,
que no demora tu mujer en aparecerse —por ahí—como en lo malos sueños, a
dañarte la fiesta.
La vida de Emperatriz
no fue la vida placentera de una mujer de su porte y posición social. A muy
temprana edad, su padre, hombre conservador y autoritario, la había
comprometido en matrimonio con el hijo de don Servelion Medrano, potentado
hacendado de la región. Aunque esa
costumbre ya había desaparecido para la época, el viejo godo, afirmaba que
ningún aprovechado del pueblo se iba hacer parte de su fortuna. Por causa de
este compromiso, y para evitar rumores de cualquier especie; o lo que era peor
aún, que fuese a ser víctima de un temible pasquín, no se le permitía salir
sola a ninguna parte. Siempre se le veía del hombro de su madre, o flanqueada a
muy corta distancia, por su único hermano montando a caballo. Napoleón Mendoza
era un hombre pendenciero, arrogante y brabucón, que casi nunca se desmontaba
del caballo. Murió en su ley, a muy temprana edad, en un duelo que sacudió a
toda la región y gran parte del país: se batió a plomo limpio en la plaza del
pueblo con una persona muy popular y querida por la gente. Era teniente de la
policía y héroe de guerra, era atractivo, carismático, bien educado de modales,
y casi siempre andaba con el uniforme de gala puesto y con todas las medallas y
los galones que había ganado en batalla. El teniente quiso arrestarlo en
flagrancia, cuando el sujeto terminaba de dar muerte a mansalva a un humilde
campesino, cuyo perro tuvo el infortunio de espantarle el caballo; pero
Napoleón ripostó a plomazos limpios, obligando al teniente a responder con su
arma de dotación. Los dos murieron en ese lamentable episodio.
La muerte del único
varón de sus hijos, sumió al viejo gamonal en una profunda depresión, que muy
pronto acabó son su vida. Pero, contrario a lo que todos esperaban en el
pueblo, ninguno de estos dos sucesos cambió la suerte de Emperatriz, en
absoluto. Servelion Medrano, reclamaba el compromiso de matrimonio que había
logrado con el difunto padre. Su madre que había quedado destrozada
sentimentalmente y sin fuerzas para manejar la inmensa fortuna heredada— su
marido y su hijo, nunca le permitieron involucrarse en los asuntos de las
haciendas, ni en los negocios que manejaba la familia—, era totalmente incapaz
de tomar cualquier decisión; y mucho menos aún, desconocer la palabra de su
recién muerto marido.
—Tal vez, con tu
matrimonio haya un hombre en la casa que se encargue de los asuntos de tu
padre, que me van a volver loca—Le decía a Emperatriz, rascándose la cabeza,
cuando ella se negaba rotundamente a cumplir ese compromiso, ajeno a su
voluntad.
Las fuerzas de las
circunstancias cambiaron su carácter completamente. Una rebeldía poco usual
para la juventud de la época, brotó de su interior. Ya no era la hija obediente
y recatada que anteponía sus deseos más sublimes ante la voluntad de sus
padres. Convertida en una jovencita contestataria, se alzó en contra del
establecimiento social; y contra todo pronóstico, se encargó con lujo de
competencia de los negocios de la familia. Como desde niña había sido hábil
jinete, tomó el temible caballo prieto de su difunto hermano como su habitual
cabalgadura, el cual montaba con la carabina de su padre enfundada en el apero
especial que había mandado hacer. Vestía ropa vaquera y un sombrero de cuero
que le habían traído unos amigos de su padre de los Llanos Orientales. Así, muy
pronto, se ganó el respeto de todos en el pueblo. Desde luego, un poco
aprovechado por la fama de pendencieros y matones que habían dejado su padre y
su hermano.
Después que, frente a
frente, desconociera el compromiso de matrimonio, en las propias barbas del
viejo Servelion, se dio a la tarea de acercarse a la familia del profesor
Salazar. Pero las constantes amenazas que había sufrido Octavio por parte de
los Mendoza y los últimos gestos de provocación que le hiciera Napoleón, antes
de morir: le tiraba el caballo cada vez que lo encontraba por la calle, habían
llenado de temor a la familia Salazar, obligándolos a mandarlo estudiar, bien
lejos, a la capital de la Republica, prácticamente, sin boleto de regreso.
Emperatriz supuso que
informándole a la familia Salazar la ruptura de su compromiso con el hijo de
don Servelion y confesando el profundo amor que sentía por Octavio, todas las
cosas se arreglarían, pero Escolástica Sampayo, la madre del profesor, con
lágrimas de dolor en sus ojos, le expresó que ahora era cuando su hijo corría
más peligro que nunca en el pueblo, porque conociendo bien a Servelion Medrano,
esa burla no la iba a tolerar. A lo mejor, mandaba a matar cualquier
desprevenido jovencito que se le acercara. Con una cara de angustia de madre, se
arrodilló, bendijo a Emperatriz y le profetizó:
— ¡Ay mija de mi alma!
—, no creo que encuentres a un hombre capaz de casarse contigo en este pueblo.
La profecía se cumplió
al pie de la letra, pero no porque Servelion pudiera doblegar la voluntad de
Emperatriz, o se atreviera a impedir su matrimonio, sino por la transformación
en el carácter que había sufrido ella cuando tuvo que adoptar conductas muy
poco femeninas para poder lidiar con los deberes de las haciendas y demás negocios
heredados de familia. Los jóvenes del pueblo la veían con excesivo respecto; y las
muchachas, como un mal ejemplo. Pero ella, tampoco puso de su parte,
simplemente se dejó arrastrar por las circunstancias, el dolor y el desamor.
Había decidido, en silencio, esperar hasta la eternidad, el amor de su
vida.
Las únicas amigas que
le habían quedado eran Teresa y la Tía, que más que amigas eran sus
confidentes. En la casa vieja, ubicada en el marco de la plaza, en donde en los
días más esplendorosos del pueblo quedaba el Estanquillo de las Vega,
desparramaba Emperatriz toda su angustia, su soledad y el desamor que le
provocaba la ausencia del profesor Salazar. Nunca quiso llevarse los recuerdos
de sus amores furtivos que con tantos celos le guardaban. Ella decía que las
desgracias y adversidades de su casa eran indignas de atesorar tanta felicidad,
que prefería dejarlos donde el destino los había puesto. Que era como si ella
viviese sin corazón y Teresa y la Tía, se lo tuviesen guardado.