Habíamos estado
espiando a la Tía y a la Madre, para ver lo que guardaban con tanto celo y
esmero en esa cajita de metal. Unos días antes, habían cambiado el improvisado
cofrecito por una cajita de galletas que aun lucía los vestigios de unas
doradas campanitas de navidad. Recordábamos lo deliciosas que eran esas
galleticas que nos había traído para la nochebuena la madrina Celia Buendía y
guardábamos la ilusión que, la Tía, con lo tacaña que era, hubiese dejado
algunas galleticas allí escondidas—como decía ella—“para tirarse un sport, de
vez en cuando”.
Fue cuando la Madre se
ausentó unos días para visitar al tío Silvio en su huerta en Machetón, con el
fin de traer unas viandas para la comida; y la Tía se ocupó de todas las
labores de la casa, cuando mi hermana Teresita, me atizó para que tomara las
llaves del escaparate y sacara la cajita. A mí, siempre me mandaban hacer las
travesuras porque era el último de los hermanos y casi nunca me castigaban.
Tomamos la cajita,
llamamos a la hermana Hilada y nos fuimos a esconder al traspatio a ver su
contenido. El desespero por abrirla me hacía aguas la boca. Hilda me dio una
palmada en la mano porque quería hacerlo primero. Me moría por sacar las
galleticas que pudiera, e ir a comérmelas escondido, a donde nadie me pidiera
un bocado.
Nos apretujamos en un
rincón para escondernos de la Tía, metimos la cabeza por encima de los hombros
de Hilda Lucia, para devorar con nuestros propios ojos el contenido de la
pintoresca lata, que estaba adornada con dos cintas rojas que remataban en un
lazo. Hilda, que era una mujer parsimoniosa, con mucha delicadeza y paciencia
comenzó a deshacer el lazo. Teresita que estaba mucho más impaciente que yo, le
dio una palmada en la espalda y le gritó:
— ¡Apúrate Burra, que la Tía nos va a coger
pillaos! —.
No se inmutó para
nada, con la misma calma, soltó el lazo, lo alisó cuidadosamente, lo dobló como
a una prenda de vestir y lo colocó en uno de los bolsillos que colgaban de la
falda del trajecito de etamina de florecitas que llevaba puesto. Nos
zambullimos sobre sus hombros tratando de tomar la cajita de metal, pero ella
estremeció la cintura escapular como una cumbiambera profesional y nos impidió
tomar el precioso tesoro.
Resignados, vimos como
la hermana mayor, usando la punta de la uña del dedo índice derecho, con un
ligero tirón hizo saltar la tapa de la cajita.
— ¡Oooh! —
Exclamamos
sorprendidos, cuando todas las cosas guardadas, emergieron de su interior, con
tal efervescencia, como si hubiesen estado oprimidas; no por la fuerza con que
fueron apretujadas en un espacio tan reducido, sino por el tiempo.
Cartas, esquelas,
flores disecadas, recortes de poesías y muchas fotografías, entre ellas,
algunas que parecían pintadas con óxido de hierro, fueron brotando de su
interior, en una secuencia azarosa, que parecían escenas de una película de
cine mudo.
Era un mundo raro el
que surgía frente a nuestros ojos, de fantasía y verdades celosamente guardadas
que trascendían todo lo que sabíamos o pensábamos de los asiduos visitantes de
la casa. Todo era tan extraño que, aun hoy, no hemos podido encontrar una
explicación coherente, del por qué, todas las cosas eran tan distintas a ese
mundo idílico que surgía ante nuestros ojos; o por qué, todas las tardes
llegaban con esa puntualidad maniaca a tomar un café donde Teresa. De pronto,
llegamos a pensar que todo se debía a la nostalgia por el desarraigo violento
que habían padecido al ser sacados de su tierra, o tal vez, a esa soledad
estrambótica en que vivían y que los hacia fantasear con una realidad plástica
con la que jugaban como niños, imaginando una épica hazañosa, sobre un pueblo
que escasamente hacia parte de la geografía nacional y que solo existía en sus
trastornados recuerdos. Pero finalmente, hemos llegado a la conclusión que, a
lo mejor, lo único que los convocaba, sinceramente, eran los secretos más
sagrados de sus vidas, que yacían ocultos en una humilde casa de barrio
pobre.
Teresita tomó unas de
las fotografías, y gritó:
— ¡Mi madrina!...
Hilda se la arrebató
rápidamente, porque comprendió enseguida, que la foto guardaba un secreto no
asequible para nosotros. Alicia Martínez se veía esplendorosamente bella, con
los hombros descubiertos por un escote atrevido para la época y con el pelo
recogido por un pañuelo que hacia destacar unos hermosos pendientes, estilo
chanel. Con las dos manos puestas sobre sus desnudos brazos, estaba un joven
apuesto, con bigotes delgados, pelo brillante y engominado, luciendo una
guerrera como de militar: fiel postal del cine de la época.
— ¡Ese no es mi padrino! —, señaló Teresita
con el dedo puesto sobre la foto.
Hilda la miró con un
gesto severo, y volvió a colocar el retrato en su lugar.
De la cajita fueron brotando los recuerdos más sublimes y sensibles de los amigos de la casa: todos ellos se veían guapos, los vestidos y las joyas que lucían, reflejaban una época distinta, de opulencia, de buen vivir. Era una situación incomprensible para nosotros que vivíamos en la pobreza y no alcanzábamos a discernir, por qué las cosas habían cambiado tanto. Ellos, ahora, también se veían empobrecidos, sus vestiduras a duras penas habían soportado las adaptaciones forzadas a épocas más modernas. Llegaban todas las tardes, con su caminar cansino, protegidos de la resolana y la humedad con improvisados parasoles, hechos de cualquier cosa que encontraban. Todo era tan distinto a ese refinamiento que veíamos en la cajita de los recuerdos que esos asiduos visitantes de la casa, parecían unos viajeros del tiempo. Por instantes, creíamos que eran sombras de sus propios abuelos. Lo mismo había ocurrido con los finos modales que se percibían en las fotos, cartas, poesías y poemas, que estaban allí fosilizados. Ese bello estilo literario, simple y romántico que contenía su epistolario y su acervo poético, se había apagado para siempre. Todo había sido absorbido por la trivialidad de la vida que llevaban.
Las cosas se habían vuelto comunes y
vulgares. Valentina Gallón, siempre hacia el ridículo en la tertulia, cuando el
profesor Salazar improvisaba un verso, ella replicaba con los mismos
estribillos de cada día. Con su voz aguda de gaita corta, recitaba
—“Cuando me acuerdo que me tengo que morir, me dan ganas de cagar y
ponerme a repartir”
Las cosas eran tan
absurdas e ininteligibles para nuestras párvulas mentes que, casi nunca las
parejas de novios de las fotos de la cajita, coincidían con la de los esposos
que nos visitaban. Todo era un verdadero rompecabezas desarmado y revuelto por
la historia y las circunstancias de la vida.
En un alijo separado de las demás cosas, envueltas en un amarillento papel pergamino, aparecieron otras cartas, poesías y flores disecadas por el tiempo que, aun conservaban incipientes fragancias de sus lejanas primaveras. Allí, estaban las cosas más curiosas a nuestros tiernos sentidos: el profesor Salazar y Emperatriz Mendoza, habían sido novios. Eran los protagonistas de esa parte de aquel viejo álbum. Cartas escritas con una caligrafía perfecta y en tinta verde, poesías quejumbrosas de amores prohibidos, clamores de deseos hambrientos por un nuevo encuentro con la amada en la misa del domingo, reclamos por la mezquindad de una mirada, cuando la amada pasaba del hombro de su madre; resúmenes de los castigos sufridos por Emperatriz cuando sus padres se enteraron de sus amores con el profesor y la vida de encierro y vigilancia que llevaba a partir de esos momentos. Descubrimos que el profesor Salazar era poeta y que la mitad de su obra estaba dedicadas a su novia.
Hilda, con lágrimas en sus ojos, nos leía apartes de esos
epistolarios y saltaba aquellos párrafos y frases que consideraba que no eran
de nuestra comprensión.
Las cartas permitían leer— entre líneas—muchas historias ocultas. Hablaban de ese pueblo fantástico que era la conversación de todas las tardes. Esos enigmáticos relatos que, aun hoy, mortifican nuestras mentes y que se encuentran cercados por una maraña de obstáculos que impiden penetrar en su intimidad.
Lo mágico de esas historias,
fue diluyéndose en la niebla de sus recuerdos, hasta convertirse en esas
fabulas que todos los días narraban de forma diferente y que animaban la
discusión, hasta cuando se despedían, ya casi entrada la noche; para volver al
día siguiente, a la hora del café, con una nueva versión de los mismos hechos.
El pueblo y su fabula eran uno. Eran ellos mismos que, con sus palabras y sus
fantasías, habían creado un mundo distinto, un mundo aparte, un universo donde
solo ellos, sus cuitas, sus pocos triunfos y su bulliciosa soledad, tenían
espacio.