UN CAFÉ DONDE TERESA- Primer Capitulo

 




Habíamos estado espiando a la Tía y a la Madre, para ver lo que guardaban con tanto celo y esmero en esa cajita de metal. Unos días antes, habían cambiado el improvisado cofrecito por una cajita de galletas que aun lucía los vestigios de unas doradas campanitas de navidad. Recordábamos lo deliciosas que eran esas galleticas que nos había traído para la nochebuena la madrina Celia Buendía y guardábamos la ilusión que, la Tía, con lo tacaña que era, hubiese dejado algunas galleticas allí escondidas—como decía ella—“para tirarse un sport, de vez en cuando”.

Fue cuando la Madre se ausentó unos días para visitar al tío Silvio en su huerta en Machetón, con el fin de traer unas viandas para la comida; y la Tía se ocupó de todas las labores de la casa, cuando mi hermana Teresita, me atizó para que tomara las llaves del escaparate y sacara la cajita. A mí, siempre me mandaban hacer las travesuras porque era el último de los hermanos y casi nunca me castigaban.

Tomamos la cajita, llamamos a la hermana Hilada y nos fuimos a esconder al traspatio a ver su contenido. El desespero por abrirla me hacía aguas la boca. Hilda me dio una palmada en la mano porque quería hacerlo primero. Me moría por sacar las galleticas que pudiera, e ir a comérmelas escondido, a donde nadie me pidiera un bocado.

Nos apretujamos en un rincón para escondernos de la Tía, metimos la cabeza por encima de los hombros de Hilda Lucia, para devorar con nuestros propios ojos el contenido de la pintoresca lata, que estaba adornada con dos cintas rojas que remataban en un lazo. Hilda, que era una mujer parsimoniosa, con mucha delicadeza y paciencia comenzó a deshacer el lazo. Teresita que estaba mucho más impaciente que yo, le dio una palmada en la espalda y le gritó:

 — ¡Apúrate Burra, que la Tía nos va a coger pillaos! —.

No se inmutó para nada, con la misma calma, soltó el lazo, lo alisó cuidadosamente, lo dobló como a una prenda de vestir y lo colocó en uno de los bolsillos que colgaban de la falda del trajecito de etamina de florecitas que llevaba puesto. Nos zambullimos sobre sus hombros tratando de tomar la cajita de metal, pero ella estremeció la cintura escapular como una cumbiambera profesional y nos impidió tomar el precioso tesoro.

Resignados, vimos como la hermana mayor, usando la punta de la uña del dedo índice derecho, con un ligero tirón hizo saltar la tapa de la cajita.

— ¡Oooh! —

Exclamamos sorprendidos, cuando todas las cosas guardadas, emergieron de su interior, con tal efervescencia, como si hubiesen estado oprimidas; no por la fuerza con que fueron apretujadas en un espacio tan reducido, sino por el tiempo.

Cartas, esquelas, flores disecadas, recortes de poesías y muchas fotografías, entre ellas, algunas que parecían pintadas con óxido de hierro, fueron brotando de su interior, en una secuencia azarosa, que parecían escenas de una película de cine mudo.

Era un mundo raro el que surgía frente a nuestros ojos, de fantasía y verdades celosamente guardadas que trascendían todo lo que sabíamos o pensábamos de los asiduos visitantes de la casa. Todo era tan extraño que, aun hoy, no hemos podido encontrar una explicación coherente, del por qué, todas las cosas eran tan distintas a ese mundo idílico que surgía ante nuestros ojos; o por qué, todas las tardes llegaban con esa puntualidad maniaca a tomar un café donde Teresa. De pronto, llegamos a pensar que todo se debía a la nostalgia por el desarraigo violento que habían padecido al ser sacados de su tierra, o tal vez, a esa soledad estrambótica en que vivían y que los hacia fantasear con una realidad plástica con la que jugaban como niños, imaginando una épica hazañosa, sobre un pueblo que escasamente hacia parte de la geografía nacional y que solo existía en sus trastornados recuerdos. Pero finalmente, hemos llegado a la conclusión que, a lo mejor, lo único que los convocaba, sinceramente, eran los secretos más sagrados de sus vidas, que yacían ocultos en una humilde casa de barrio pobre.    

Teresita tomó unas de las fotografías, y gritó:

 — ¡Mi madrina!...

Hilda se la arrebató rápidamente, porque comprendió enseguida, que la foto guardaba un secreto no asequible para nosotros. Alicia Martínez se veía esplendorosamente bella, con los hombros descubiertos por un escote atrevido para la época y con el pelo recogido por un pañuelo que hacia destacar unos hermosos pendientes, estilo chanel. Con las dos manos puestas sobre sus desnudos brazos, estaba un joven apuesto, con bigotes delgados, pelo brillante y engominado, luciendo una guerrera como de militar: fiel postal del cine de la época.

 — ¡Ese no es mi padrino! —, señaló Teresita con el dedo puesto sobre la foto.

Hilda la miró con un gesto severo, y volvió a colocar el retrato en su lugar.

De la cajita fueron brotando los recuerdos más sublimes y sensibles de los amigos de la casa: todos ellos se veían guapos, los vestidos y las joyas que lucían, reflejaban una época distinta, de opulencia, de buen vivir. Era una situación incomprensible para nosotros que vivíamos en la pobreza y no alcanzábamos a discernir, por qué las cosas habían cambiado tanto. Ellos, ahora, también se veían empobrecidos, sus vestiduras a duras penas habían soportado las adaptaciones forzadas a épocas más modernas. Llegaban todas las tardes, con su caminar cansino, protegidos de la resolana y la humedad con improvisados parasoles, hechos de cualquier cosa que encontraban. Todo era tan distinto a ese refinamiento que veíamos en la cajita de los recuerdos que esos asiduos visitantes de la casa, parecían unos viajeros del tiempo. Por instantes, creíamos que eran sombras de sus propios abuelos. Lo mismo había ocurrido con los finos modales que se percibían en las fotos, cartas, poesías y poemas, que estaban allí fosilizados. Ese bello estilo literario, simple y romántico que contenía su epistolario y su acervo poético, se había apagado para siempre. Todo había sido absorbido por la trivialidad de la vida que llevaban. 

Las cosas se habían vuelto comunes y vulgares. Valentina Gallón, siempre hacia el ridículo en la tertulia, cuando el profesor Salazar improvisaba un verso, ella replicaba con los mismos estribillos de cada día. Con su voz aguda de gaita corta, recitaba

—“Cuando me acuerdo que me tengo que morir, me dan ganas de cagar y ponerme a repartir”

Las cosas eran tan absurdas e ininteligibles para nuestras párvulas mentes que, casi nunca las parejas de novios de las fotos de la cajita, coincidían con la de los esposos que nos visitaban. Todo era un verdadero rompecabezas desarmado y revuelto por la historia y las circunstancias de la vida.

En un alijo separado de las demás cosas, envueltas en un amarillento papel pergamino, aparecieron otras cartas, poesías y flores disecadas por el tiempo que, aun conservaban incipientes fragancias de sus lejanas primaveras. Allí, estaban las cosas más curiosas a nuestros tiernos sentidos: el profesor Salazar y Emperatriz Mendoza, habían sido novios. Eran los protagonistas de esa parte de aquel viejo álbum. Cartas escritas con una caligrafía perfecta y en tinta verde, poesías quejumbrosas de amores prohibidos, clamores de deseos hambrientos por un nuevo encuentro con la amada en la misa del domingo, reclamos por la mezquindad de una mirada, cuando la amada pasaba del hombro de su madre; resúmenes de los castigos sufridos por Emperatriz cuando sus padres se enteraron de sus amores con el profesor y la vida de encierro y vigilancia que llevaba a partir de esos momentos. Descubrimos que el profesor Salazar era poeta y que la mitad de su obra estaba dedicadas a su novia. 

Hilda, con lágrimas en sus ojos, nos leía apartes de esos epistolarios y saltaba aquellos párrafos y frases que consideraba que no eran de nuestra comprensión.

Las cartas permitían leer entre líneasmuchas historias ocultas. Hablaban de ese pueblo fantástico que era la conversación de todas las tardes. Esos enigmáticos relatos que, aun hoy, mortifican nuestras mentes y que se encuentran cercados por una maraña de obstáculos que impiden penetrar en su intimidad. 

Lo mágico de esas historias, fue diluyéndose en la niebla de sus recuerdos, hasta convertirse en esas fabulas que todos los días narraban de forma diferente y que animaban la discusión, hasta cuando se despedían, ya casi entrada la noche; para volver al día siguiente, a la hora del café, con una nueva versión de los mismos hechos. El pueblo y su fabula eran uno. Eran ellos mismos que, con sus palabras y sus fantasías, habían creado un mundo distinto, un mundo aparte, un universo donde solo ellos, sus cuitas, sus pocos triunfos y su bulliciosa soledad, tenían espacio.