La primera víctima del lenguaje político es la verdad. La lucha por la construcción de una hegemonía social a través del discurso distorsiona la realidad política, social, económica y, últimamente, la moral de una sociedad.
La brecha de la desigualdad económica que viene azotando a todos los países del mundo, exacerbada por la pandemia del Covid-19, ha generado una crisis de identidad en quienes se abrochan en las dos corrientes principales de la economía política mundial. Los capitalistas no quieren llamarse capitalistas y los socialistas tampoco quieren denominarse socialistas.
Esta etiqueta, de igual forma, ha pasado factura a los actores políticos que pujan por el poder bajo la espada de Damocles que constituye el hecho de hacer política proselitista en épocas de crisis: los de derecha no quieren llamarse derechistas y los de la izquierda no quieren llamarse izquierdistas. A contrario sensu, todos quieren matizarse en una zona gris del espectro que denominan centro.
Desde la década de los 80’s se viene debatiendo el papel del Estado frente a la economía: unos partidarios del leseferismo, para quienes el estado es un simple observador de los fenómenos económicos, y otros que apuntan a intervenir los mercados en épocas de crisis. A mediados de los 80’s este discurso llega a su fin con la llegada al poder de Margaret Thatcher al Reino Unido y Ronald Reagan a los EE.UU. con sus propuestas del libre mercado y de globalización de la economía mundial. El triunfo de esta política se impone y arrasa cualquier propuesta de dirección de la economía por parte del Estado.
El florecimiento económico que produjo estas dos economías rápidamente contagió al mundo, y decenas de países fueron abriendo sus economías, privatizando las entidades ineficientes del Estado y removiendo cualquier barrera legal o administrativa que impidiera el libre comercio. Fue tan exitosa esta estrategia económica que consiguió lo que la política no había podido nunca: derribar el Muro de Berlín.
Este fenómeno de la globalización puso a muchas compañías privadas en jaque. El lema era competir o morir. Para ello, los capitalistas, que nunca renuncian a su esencia: la rentabilidad y acumulación de capital, comenzaron a buscar alternativas para poder competir en un mundo globalizado, descentralizando los bienes y servicios que producían y consumían, con el fin de obtener un producto de venta o compra mucho más rentable y competitivo.
Un país con un estatismo férreo y una economía cerrada desde hacía milenios, y un sistema legal no trasversalizado por la dignidad humana, donde el individuo pertenece al Estado, se percató del fenómeno y comprendió de inmediato que había llegado su hora. Nadie podría competir con ellos, que poseían un ejército de mano de obra, pauperizada y sometida a un monismo ideológico y político.
La pujante China comunista de hoy es el producto y expresión de la política económica de estirpe capitalista más salvaje que hayamos visto hasta la fecha: la globalización de la economía global.
Sin rubor en sus mejillas, el Partido Comunista Chino -PCCh-, bajo la bandera del comunismo en materia política, promueve el capitalismo de Estado más cruel y despiadado que haya presenciado la historia desde el siglo pasado.
También entendieron, rápidamente, que la iniciativa privada era mucho más eficiente en el manejo de la producción de bienes y servicios que la pública. Y, de nuevo, el monismo político, rígido y monolítico, les dio la respuesta: las empresas las crearían y dirigirían miembros prominentes del PCCh. De esta forma las corporaciones no se considerarían públicas, cumpliendo con los estándares establecidos por la comunidad global.
Este pragmatismo chino contrasta con la militancia vergonzante de la izquierda latinoamericana que, en una azarosa deconstrucción del lenguaje político, ha creado toda una narrativa en torno al nombre de las ideas socialistas e izquierdistas; muchas veces agregando el sufijo ismo al nombre del caudillo de turno, o recurriendo a giros lingüísticos, como progresistas o socialistas del Siglo XXI
El caso más extravagante de esta manipulación del discurso político lo protagonizó el expresidente Carlos Menen en la Argentina a finales de la década de los 80’s y comienzo de los 90’s cuando, después de ser elegido por el ala más radical del peronismo socialista con un programa de gobierno socialista, impulsó una de las reformas neoliberales más radicales de Latinoamérica, tras la debacle económica dejada por los gobiernos de la dictadura y, particularmente, el de Raúl Alfonsín.
Pero, para poder manipular a la opinión pública y no traicionar el ideario político que lo eligió, tuvo la desfachatez de acuñar el esperpento lingüístico de La Economía Popular de Mercado. Bajo esta premisa, ese gobierno privatizó las empresas estatales, colocándolas en manos de las camarillas del partido de gobierno, que terminaron en uno de los periodos de corrupción más grandes de los gobiernos peronistas de la Argentina
En Colombia, ante el debate presidencial que se nos precipita, el discurso político comienza a inundarnos con la calidez de la lluvia temprana, pero deconstruido totalmente por el cinismo de algunos aspirantes y por las matrices de opinión que se generan en las bodegas de quienes manipulan las redes sociales.
Debemos estar muy atentos a este tipo de desnaturalización de la verdad y a no llamar las cosas por sus nombres, especialmente los jóvenes, en quienes se ha volcado un espectro político que pretende utilizar su inmadurez política y su deseo puro y sincero de transformar por completo el país, su economía y la forma de hacer política, para precipitarlos al caos y la anarquía o adherirlos a políticas económicas que suenan muy bien al marginado y al desesperanzado, por los estragos de la pandemia, pero que son insostenibles en el corto plazo.
Existe una realidad económica insoslayable: la economía mundial está completamente globalizada, no solo por imposición del Fondo Monetario Internacional -FMI – sino por los mismos intereses de la China comunista. No hay fenómeno económico, por pequeño que sea el país en donde se produzca, que no afecte la economía global.
El entorno económico mundial para finales de este año y la próxima década es como sigue:
La deuda pública de todas las naciones ronda los US$300 billones y compromete el 353% del PIB mundial. Este fenómeno se debe a que la mayoría de los países de la comunidad internacional abandonaron sus políticas monetaristas y neoliberales. Inclusive, apoyados por el FMI, al liberar la política de la regla fiscal para poder afrontar la crisis económica generada por la pandemia del Covid-19. Ante la disyuntiva del desplome de la economía global o la adopción de políticas anticíclicas de corte keynesiano los países adoptaron estas últimas, interviniendo los mercados a través del aumento del gasto público y la reducción de las tasas de interés de los bancos centrales.
Esta disyuntiva centró el debate electoral en los Estados Unidos, dándole la victoria a quien más aumento en el gasto público prometió.
Pero el declive de la pandemia y la paranoica reacción de los mercados, especialmente el chino, el crédito barato y las nuevas oportunidades de negocios que trae todo periodo de crisis, aunado al fuerte gasto público, han creado una ola inflacionaria que tiene en ciernes a toda la economía global, incluida la China.
Es cuestión de tiempo para que el FMI y el PCCh impongan medidas monetaristas para atajar la inflación. Desde luego, para China recortar el gasto público es fácil y no conlleva un gasto social y político alto, porque el PCCh es el dueño de todas las empresas y -ahora -se han inventado una cuota de solidaridad empresarial, consistente en que las corporaciones privadas donan parte de sus utilidades al gobierno. Así de sencillo: no necesitan reformas tributarias ni expropiaciones; simplemente toman los recursos del sector privado que quieran para sufragar el gasto público.
En ningún otro país occidental existen fórmulas mágicas para controlar la inflación distintas a la reducción del gasto público y el aumento de las tasas de interés. El problema es cómo afrontar la reducción del gasto público sin el costo social y político que ello hecho implica.
Las perspectivas económicas de Colombia en el mediano plazo son como siguen:
Las previsiones del crecimiento económico global para 2021-2022, de acuerdo a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos -Ocde-, es del 5.7% para este año y 4.5% para el venidero. Para el caso colombiano se calcula que este crecimiento en el 2022 estará en el rango del 3.5% – 4%.
Estas perspectivas de crecimiento, en el caso colombiano, se calculan con fundamento en la demanda de comodities de los países industrializados, especialmente China, que está viviendo una crisis energética y requiere grandes cantidades de carbón y petróleo. En el país asiático la capacidad generadora de energía depende en un 60% de combustibles fósiles, y su sustitución por otras fuentes de energías limpias se calcula que llevaría un periodo de 10 a 12 años. Con el precio del petróleo en casi US$80 y el carbón a US$90 la tonelada no podemos caer en políticas populistas que frenen esta bonanza de los energéticos porque, bien usada, puede ayudar combatir la pobreza y la desigualdad. Desde luego, sin perder de vista el tránsito de la economía extractiva a la productiva y los compromisos internacionales para combatir el calentamiento global.
A manera de colofón, podemos concluir que, sea cualquiera la denominación política del partido o persona que llegue a la Presidencia, existen una realidades económicas y geopolíticas mundiales que condicionan sus propuestas de gobierno.
- No se puede seguir aumentando el gasto público.
- Hay que aumentar las tasas de interés.
- La inflación es el peor enemigo de los gobiernos en los próximos cuatro años.
- El petróleo, el carbón y la minería, explotados adecuadamente, son el futuro del crecimiento económico del país.
- El tránsito de la economía extractiva a la productiva debe ser gradual y durante el tiempo en que China haga el proceso de transición hacia las energías limpias.
- La legalización de las drogas es un asunto de la comunidad internacional que solo podemos liderar para que, a nivel global, se cambien las fracasadas políticas punitivas.
Las promesas políticas que edulcoren estas realidades hay que recibirlas con beneficio de inventario. Por lo tanto, debemos estar muy atentos al desarrollo de gobiernos populistas que se han instalado en el mundo, deconstruyendo el lenguaje político y creando unos revoltijos de izquierda con derecha o socialismo con capitalismo.
Buen ejemplo de este galimatías lo constituye el presidente del Perú, Pedro Castillo, el hombre del sombrerón como diría Calixto Ochoa (q.e.p.d.), a quien su partido de gobierno: Perú Libre, le acaba de quitar el respaldo para constituir libremente sus ministros, porque lo acusan de girar a la derecha; mientras que en la derecha es acusado de izquierdista, por lo que han promovido una fuga de capital extranjero de más de US$13 mil millones.
El resultado de las promesas electorales con el fin de llegar al poder, por cualquier medio, es la destrucción de la economía de un país que, como Perú, iba por la senda económica correcta. Obvio, haciendo los ajustes necesarios de sus ciclos económicos para reducir la pobreza y la desigualdad.