En una sociedad donde la justica ha brillado por su ausencia y donde la impunidad total ronda el 99%, lo único que nos aferra a la idea de sociedad y civilización es la sanción social de las personas de bien que, con su conciencia de los órdenes normativos morales y factuales, sustentan el ordenamiento jurídico, para que Colombia no sucumba en un estado fallido.
Si nos despojan de la censura social, que es lo único que nos ha quedado, después de haberlo perdonado todo en el proceso de paz con las FARC, pereceremos como sociedad.
Desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial hemos avanzado en sistemas normativos donde la validez del Derecho no es el único presupuesto de un sistema jurídico, sino su legitimidad.
De ahí ha surgido la doctrina mundial de las democracias discursivas, donde la moral social juega un papel trascendental en la validez del Derecho, porque se constituye en el sistema expedito a través del cual podemos construir una moral crítica viviente en la opinión pública, que nos permita buscar permanentemente una aplicación correcta del Derecho, para evitar umbrales extremos de injusticias o falta de justicia.
Esto marca una nueva relación entre el Derecho y la moral, porque esta última fungiría como una pretensión de corrección, dándole prioridad a la Justicia, donde el Derecho positivo falla.
En nuestro país la sanción social ha adquirido fuerza normativa como elemento corrector del Derecho con la expedición de la Constitución de 1991, que en su artículo 34 eleva a bien jurídico de suprema protección «el grave deterioro de la moral social«.
El delito en general, y la corrupción política y administrativa en especial, menoscaban ostensiblemente este bien jurídico supremo. Por ello nos extraña que alguien que aportó con sus luces a la actual Constitución, como el senador Gustavo Petro, acaricien siquiera en chanzas, semejante despropósito.
La corrupción política y administrativa es el sustrato donde se nutre el estado de cosas inconstitucionales en que vivimos permanente, en la que la adjudicación de justicia es su principal rehén.
La alianza entre el narcotráfico y la política ha destrozado éticamente a la Nación y es la madre de las violaciones más execrables de los Derechos Humanos en Colombia.
El contubernio entre la corrupción política y la administración del Estado, desde las Altas Cortes hasta el alcalde del pueblo más infeliz de Colombia, nos tiene en la miseria y sin la presencia del Estado en más de la mitad del territorio de la Republica, mientras los políticos y servidores públicos nos enrostran sus fortunas mal habidas, con excentricidades de toda clase, en la más completa impunidad.
Al Estado hay que reconstruirlo, es cierto. Como sociedad tenemos que reconciliarnos, claro que sí, pero no a cualquier precio. Esto requiere de un acuerdo político sobre lo fundamental, porque esa es la función de la política: decidir en el desacuerdo, pero sobre la base de afirmar y solidificar el Estado de Derecho, no para destruirlo
No creemos que haya habido mala fe de parte del candidato Petro en buscar la reconciliación de todos los colombianos; tampoco creemos que haya tenido un cálculo político perverso; pero esto solo es posible bajo la egida del ordenamiento jurídico de la Nación.
Estos devaneos del candidato, con el tema de la reconciliación y el perdón, no son nada nuevos, como lo reseña la Silla Vacía (hacer click):
Pero lo que aterra sobre manera es que el candidato Petro se parezca, cada día más, a su extremo opuesto, Álvaro Uribe Vélez. Este mandó a los parapolíticos a que votaran sus proyectos de ley mientras los metían presos; el otro les promete perdón y olvido con una simple bendición urbi et orbis.